Morena: ¿ruptura o pacto partidista?

Eduardo Sergio de la Torre Jaramillo

Sólo por tomar como referencia, dentro de la tradición de la ciencia política mexicana, utilizaré a Don Daniel Cosío Villegas, quien escribió el libro “El sistema político mexicano: las posibilidades de cambio”, publicado en 1974. Allí sostuvo que dentro del sistema político existían dos piezas centrales: el presidente de la república y el partido oficial. A la distancia de estos 51 años de aquella concepción, para él se vivía una “monarquía sexenal”, cuyo cargo en la presidencia era casi hereditario; en el caso del PRI, se caracterizó por ser un partido altamente disciplinado, cuasimilitar en su militancia.

Actualmente, si usamos de manera práctica las dos piezas del sistema político mexicano —que por supuesto es más complejo—, puedo afirmar que la primera característica de la presidencia se ubica en esa herencia sexenal. Monarquía no podría ser, porque “Andy” ya es un lame duck, como dicen los norteamericanos. En cuanto al partido oficial, a diferencia del PRI, no tiene disciplina: es una especie de PRD 2.0, donde el conflicto político es prácticamente irresoluble. En aquel eran tribus, pero en Morena son “Australopithecus”; el pleito es entre hordas, cuya evidencia es la “jibarización de la política”. Basta observar al periodista-militante de Morena, Martín Arellano, o lo que en estos momentos padece Manuel Espino Barrientos, diputado federal del partido oficial. El primero murió pidiendo auxilio al titular del IMSS; en el caso del segundo, su familia tuvo que abrir una cuenta bancaria para cubrir los gastos hospitalarios. Así les pagan por dar la vida por un partido y una causa política.

Paradójicamente, el país transitó del autoritarismo sustentado en la presidencia “metaconstitucional” hacia un presidencialismo constitucional débil, bajo una democracia frágil. ¿Por qué esta caracterización? Mauricio Merino definió que el arribo a la democracia se produjo a través de una “transición votada”, lo que derivó únicamente en una democracia electoral, cuyo resultado fue una democracia sin demócratas. Finalmente, lo que experimenta México desde 2019 es una democracia electoral que mutó hacia una autocracia electoral en vías de consolidación, gracias al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que solapó mayorías artificiales desde 2018 hasta 2024.

Por otra parte, la geopolítica está jugando un rol muy importante, particularmente la presión ejercida por el presidente Donald Trump sobre México. Los integrantes del partido oficial pensaban, como el PRI, durar en el gobierno el resto del siglo XXI. El tema que está resquebrajando al partido oficial es el “huachicol fiscal”, que mostró que el sistema no enfrenta simples “manzanas podridas”, sino que se trata de macrodelincuencia organizada desde el propio poder político y económico, y que el sistema de complicidades está implosionando a la clase gobernante.

Esta no es una disputa por un proyecto de nación, como la que se vivió en el interior del PRI con la “corriente democrática” de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, Porfirio Muñoz Ledo, Rodolfo González Guevara, Janitzio Mújica e Ifigenia Martínez, en contra del naciente proyecto tecnoburocrático de Miguel de la Madrid Hurtado. Aquella derivó en una elección fraudulenta en 1988, orquestada por Manuel Bartlett Díaz con la famosa “caída del sistema”. Tampoco es comparable con lo que vimos en 1993 entre Carlos Salinas de Gortari y Manuel Camacho Solís por la candidatura presidencial. No sólo fue un “berrinche” del candidato perdedor en aquella sucesión, sino que su capacidad negociadora lo llevó a ser el primer interlocutor para la paz con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Allí se habló de un acuerdo político, de una especie de ruptura pactada, pero en realidad fue una ruptura política.

El 16 de marzo de 1994, Luis Donaldo Colosio Murrieta y Manuel Camacho Solís cenaron en casa de Luis Martínez Fernández del Campo y resolvieron sus diferencias. Esto se constata con la declaración de Camacho Solís, el 22 de marzo de 1994: “Entre buscar una candidatura a la Presidencia de la República y la contribución que pueda hacer al proceso de paz en Chiapas, escojo la paz”. Al día siguiente asesinaron a Colosio Murrieta, pero el sistema político ya había señalado un “chivo expiatorio”, el comisionado para la Paz en Chiapas, quien renunció el 16 de junio de 1994. Basta recordar que la elección presidencial fue el 21 de agosto de aquel fatídico año.

Años más tarde, le pregunté a mi maestro y amigo Manuel Camacho Solís qué había pasado con Carlos Salinas de Gortari. Antes, en una carretera del sur de España, observé en la señalética la leyenda “Salinas-Camacho” (el primero es un municipio y el segundo, una localidad de Loja). Pedí a mis compañeros de la Maestría que detuvieran el auto para tomar una foto, en octubre de 1997. Me pareció un hecho extraño porque lo asocié a estos dos políticos mexicanos. Cuando le regalé esa foto a Camacho Solís, aproveché para preguntarle sobre la sucesión presidencial de 1993. Observé cómo reclinó su sillón y me dijo: “Carlos me engañó”. Allí empezó a relatar el pacto con Salinas para ser el próximo presidente, las señales que recibió para creerlo y un largo etcétera. Es pertinente comentar que allí se cerró el sistema político, que había nacido con el asesinato de Álvaro Obregón en 1928 y se cerraba en 1994 con otro asesinato: el de Luis Donaldo Colosio Murrieta.

Retomando el tema, lo que hoy observamos no es un conflicto por un proyecto de nación ni por la sucesión presidencial, sino la obscenidad de que buscar y obtener el poder sólo fue para convertirse en nuevos ricos. No hay búsqueda del bien común, sino acuerdos entre grupos ilegales para mantenerse en el poder. Los políticos se volvieron empleados de grupos criminales y pusieron al Estado de rodillas, a merced de estos grupos ilegales. No hay principios en una clase política cleptocrática que usa el discurso falso del pueblo para seguir medrando con el poder.

El problema fuerte es que el gobierno de Estados Unidos ya tomó la iniciativa de desmantelar ese binomio gobierno-grupos ilegales, considerándolos terroristas. La ruta fue económica-financiera, y por eso vemos que los integrantes cercanos del expresidente AMLO están siendo demolidos para liberar el gabinete y el Congreso de la Unión a la actual presidenta, quien aún no ha tomado el poder porque está acotada por el Ejército, la Marina, la SEP, SEGOB, Fiscalía, Bienestar, Trabajo, Función Pública, Economía, SEDATU y Salud: más del 50 % del gabinete.

No se trata de un conflicto entre Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas del Río —un pleito doméstico, donde el primero fue exiliado y el segundo destituyó a gabinete, congresistas y jefes militares—. Ahora es distinto: en los últimos tres años y medio, el fentanilo ha cobrado más de 300 mil víctimas en Estados Unidos, muchas más que en la guerra de Vietnam, que tuvo sólo 57 mil. Es decir, la presión es externa y, por más que la presidenta quiera no romper con el expresidente, no tiene otra salida que obedecer a Donald Trump. En lo inmediato, ella construye su salida política ante el derrumbe de Morena en 2027: está formando su propio partido, el anterior PES, ahora llamado “Construyendo Sociedades de Paz” (CSP), curiosa coincidencia con sus iniciales. Hasta este fin de semana llevaban 155 asambleas distritales, y el INE amplió el plazo para reunir los 256 030 militantes requeridos hasta febrero, cuando la ley indica que en diciembre deben concluir las asambleas.

Finalmente, en los próximos días veremos un realineamiento de gobernadores, congresistas y actores políticos de Morena con la presidenta. Sin embargo, la puja es complicada porque los radicales leales al expresidente se enfrentarán con ella. La diferencia es que cuenta con el respaldo de Donald Trump, quien la presentará como la líder que combate el narcotráfico en América Latina. Asistiremos a una ruptura semejante a la de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, aunque con muchas bajas de ambos lados: unos irán a prisión y otros serán eliminados para frenar la implosión de Morena.

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