La noticia estalló como pólvora: Edson Andrade, uno de los jóvenes más visibles del activismo digital, anunció que dejó México tras denunciar que el gobierno lo puso en la mira y filtró información capaz de comprometer su vida.
Según Andrade, lo empujaron a la frontera de la paranoia y luego al exilio: hicieron públicos sus datos personales y lo acusaron falsamente de mover grandes cantidades de dinero. “Eso no solo me deja frente al gobierno… también frente al crimen”, dijo. Y en México, todos sabemos lo que significa quedar expuesto ante ambos.
El origen del señalamiento, contó, es casi absurdo: un contrato de producción de contenidos institucionales que su equipo de jóvenes realiza profesionalmente. Nada de sobornos. Nada de dinero oculto por opinar. “Alzo la voz desde los 16 años. No hago política por encargo, sino por convicción”, afirmó.
Pero el golpe, dice, no viene solo de funcionarios ofendidos. Viene de un país caliente, inconforme, donde el gobierno —según él— actúa con desesperación cada vez que alguien levanta la voz. Andrade recordó que en los últimos años el ataque ha sido sistémico: periodistas, madres buscadoras, colectivos feministas, productores del campo… y ahora jóvenes que se atreven a protestar.
El joven activista asegura que no tiene nada que esconder: no es funcionario, no es hijo de políticos, no forma parte de ningún clan de poder. “Vengo de abajo”, dice. “Mi gran crimen fue hablar en un país devorado por la violencia y la corrupción”.
Con el golpe más duro —irse lejos de su familia— Andrade abandona el territorio, pero no la causa. “Cuando la gente pierde el miedo, ningún poder logra detenerla”, cerró.
Su salida reaviva una pregunta incómoda:
¿En México se puede disentir sin pagar un precio?
Y mientras el país intenta responderla, otro joven activista cruza la frontera sin saber si podrá volver.
El mensaje quedó marcado: o estás con Estados Unidos… o pagas el precio.
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