René Delgado: Malhumor y ánimo social

Es cierto. Algunos indicadores económicos son aceptables. Reportan si no un avance, sí un grado de estabilidad o, al menos, de resistencia ante la adversidad: inflación y tasas de interés, bajas; empleo, estable; actividad turística, buena; crecimiento magro, pero sostenido; y, además, razonable índice de confianza del consumidor y el del productor es satisfactorio.

Ante ese cuadro, la administración cuestiona el malhumor social y no ceja en intentar modificarlo, aun cuando los ensayos le resultan contraproducentes.

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A esa supuesta contradicción entre el relativo bienestar económico y el manifiesto malhumor social se ha referido más de una vez el presidente Enrique Peña Nieto.

Hace unos días, en el tianguis turístico realizado en Guadalajara, señaló: “leyendo algunas notas, columnas y comentarios que recojo de aquí y de allá, en donde se dice: es que no hay buen humor, el ánimo está caído, hay un mal ambiente, un mal humor social. Pero déjenme decir, en este espacio, hay muchas razones y muchos argumentos para decir que México está avanzando, que México está creciendo en distintos ámbitos…”.

Reflexión semejante hizo el mandatario el 4 diciembre de 2014, poco más de dos meses después de la desaparición de los estudiantes en Iguala. Al inaugurar un puente en Coyuca de Benítez, dijo: “quiero convocarles para que con su capacidad, con su compromiso con su estado, con su comunidad, hagamos realmente un esfuerzo colectivo para que vayamos hacia adelante y podamos realmente superar este momento de dolor”.

Anticipó, ahí, el plan o programa de reconstrucción para los estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas que anunciaría en Acapulco horas después, precisando que éste requería contar con el respaldo social y “tenemos que hacerlo, insisto, en un clima y en una actitud propositiva y constructiva”.

Hasta ahí la referencia a los dichos presidenciales destacando avances y posibilidades y cuestionando la actitud social.

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De los ensayos oficiales por transformar el mal humor, el más conocido fue la fallida campaña propagandística: “ya chole con tus quejas”.

La baja en el recibo de luz, la conversión de la larga distancia en llamada local y el derecho a la seguridad social a partir de la incorporación al mercado formal eran razón suficiente para dejarse de quejar y reconocer el efecto positivo de las reformas estructurales.
De acuerdo con fuentes oficiales, esa campaña tenía un fundamento objetivo. Los grupos de enfoque donde la administración mide la percepción social descalificaban la situación general del país, pero apreciaban la mejora o, si se quiere, el bienestar en la situación particular o individual.

Tales reportes llevaron a lanzar la campaña, cuya reacción provocó suspenderla.

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Vista la persistencia del afán oficial por establecer que el país avanza y mejora pese al mal humor social, asombran varias cuestiones.

Primero. El concepto que ampara la idea de cuestionar el mal humor social, a partir de los indicadores exclusivamente económicos. Si la economía funciona de modo aceptable, lo demás es lo de menos. Se puede aspirar a casa, vestido y sustento, el resto es accesorio y no debe empañar el buen humor.

Segundo. El aferramiento al dogma de que el capítulo económico, sólo y por sí, resuelve el resto. En este punto, asombra que si la respuesta al enigma no está en la economía, la administración no explore y actúe en aquellos otros campos que justifican el mal humor. No es la economía, es la política, diría el clásico. En la ausencia de la política y la falta de gobierno es donde germina el mal humor.

Tercero. La contradicción de adjudicar a la administración la relativa estabilidad económica, al tiempo de atribuir el avance al coraje y el espíritu de emprendedores y empresarios. Al hablar con estos últimos, su percepción es otra. Lo logrado no es gracias, sino a pesar de la administración.

Cuarto. La negación a reconocer la posibilidad social de aspirar a satisfactores no sólo materiales. Mucho del malestar deriva del deterioro al derecho a la vida, la integridad, el patrimonio, el trabajo (sin doble tributación criminal y fiscal) y la seguridad, así como a la restricción de libertades -libre tránsito y expresión- a causa del combate al crimen, donde los abusos corren por cuenta de desuniformados y uniformados. Todo esto sin hablar de los muertos y los desaparecidos.

Cinco. El emparentamiento automático del mal humor con el desánimo social. Hay mal humor, no desánimo social. En distintos campos, de manera propositiva y constructiva, sectores y organizaciones activas de la sociedad dan muestra de ánimo y energía al impulsar iniciativas. Propuestas a las cuales lejos de sumarse la administración, se resta.
Seis. La reducción del mal humor social a una cuestión de percepción e imagen y, en tal virtud, actuar sobre el reflejo del objeto y no sobre el objeto reflejado, sin atreverse a transformar la realidad política, social e internacional.

Siete. El miedo a cambiar la actitud oficial y, a manera de mecanismo de defensa, instar a la sociedad a cambiar la suya, dando por sentado que las cosas son como son y lo mejor es aceptarlas tal cual.

Ocho. La minusvaloración de una probabilidad: la falta de atención y solución al malhumor social puede terminar por colapsar a la economía, el capítulo donde se refugia la administración. Y, entonces, pasar del malhumor a la rabia social.
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No se trata de regatear a la administración lo hecho, en medio de la adversidad, en materia económica, sí de destacar -como virtud- la resistencia social a conformarse con lo que hay y a rechazar la idea de que el límite es el horizonte nacional.

Si frente a la impunidad criminal y la pusilanimidad política la sociedad renunciara a rebelarse, el país no tendría destino. Si persiste la insistencia oficial de que si la economía funciona de modo aceptable lo demás es lo de menos, la administración debe asumir que corre no un riesgo, sino un peligro.

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El Siglo de Torreón