Almagro en la OEA

René Delgado. Sobreaviso

Se dice demócrata, pero tolera golpes de Estado. Se declara defensor de los derechos humanos, pero calla cuando la sangre amenaza derramarse. Se desempeña como negociador, pero anima la confrontación. Se proclama por la unidad, pero divide. Se manifiesta por el diálogo, pero no le importa romperlo. Se muestra ansioso por solucionar problemas, pero los profundiza.

Llena el perfil de quien avanza por la izquierda y rebasa por la derecha.

Es Luis Almagro, quien jura ser el de siempre, pero ya no es el de antes. Tanto que su mentor y padrino, el expresidente uruguayo José Mujica -a quien sirvió como canciller-, no dudó en escribirle una carta con este remate, allá por noviembre de 2015: “Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora formalmente te digo adiós y me despido”. Lo despidió recordándole algo: “Sabes que siempre te apoyé y promoví. Sabes, que tácitamente respaldé tu candidatura para la OEA. Lamento que los hechos reiteradamente me demuestren que estaba equivocado”.

Luego, en 2018, lo echó de sus filas el Frente Amplio uruguayo por traidor.

***

Viene al caso hablar del personaje por una razón.

A principios de 2015, Almagro voló de Montevideo a Washington con el supuesto propósito de encabezar la Organización de Estados Americanos y, en el súbito giro de su postura, acabó por abanderar lo que parece la Organización del Estado Americano en el continente. Algo no muy raro en ese organismo.

El punto es que Luis Almagro concluye a principios del año entrante su mandato al frente de la Organización y, aunque lo niega, por los servicios prestados a los intereses que ahora defiende y representa, podría repetir en el encargo y, sin duda, sería un dolor de cabeza para Latinoamérica, cuando la región vive un estado de ebullición tan interesante como inquietante, tan prometedor como peligroso.

Por los indicios, Almagro cuenta con el respaldo de Estados Unidos, Brasil y Colombia y, entonces, imaginarlo cinco años más en la OEA sería una pesadilla: formaría parte del problema, no de la solución. Su postura ante el conflicto en Venezuela y Bolivia ha sido no la de un concertador resuelto a dar solución pacífica y civilizada al desencuentro, sino la de un camorrista empeñado en profundizarlo y radicalizarlo.

Pinta de ultra disfrazado de diplomático.

***

Históricamente, a México no le resulta extraño remar a contracorriente en la Organización de Estados Americanos. Más de una vez lo ha hecho y bien, como ocurre ahora. De guardar la vertical en el seno de esa organización, en buena medida, le viene parte de su autoridad en el continente.

La cosa es que, si la postura adoptada a principios de año por México frente a la convulsa situación en Venezuela y ahora en Bolivia responde al propósito de cobrar presencia y fortaleza en la región y ampliar, así, el margen de maniobra ante Estados Unidos, la renovación del mandato en la OEA es materia que debe estar entre las prioridades de la Cancillería.

Aun cuando algunos analistas consideran que la postura mexicana ante Bolivia fue un campanazo que se apartó de la supuesta diplomacia establecida y, a la vez, operó como un distractor frente a la complicada situación interna, la realidad es otra. A la chita callando, la política exterior mexicana en el continente viene apuntando en la misma dirección.

Intenta reconocer el carácter multilateral de la migración, impulsando las iniciativas de desarrollo en el triángulo norte de América Central y el sur de México; pretende ocupar un asiento en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y, al arranque del año, presidirá la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.

Por los indicios, la diplomacia mexicana tiene rumbo. No confrontar a Estados Unidos ni desgastarse en la relación bilateral, pero sí readquirir peso en la región y, de ese modo, atemperar su debilidad ante el coloso del Norte. De ahí, la importancia de interesarse por la renovación de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos, donde todavía despacha Luis Almagro, e incidir hasta donde sea posible para despedir otra vez a El Oso, como le dicen en Uruguay.

Y, a diferencia de otros campos de la administración, en la diplomacia México cuenta con cuadros y experiencia para emprender una acción de esa envergadura, siempre y cuando el canciller Marcelo Ebrard sume y reconozca a quienes saben llevar a cabo esa tarea.

***

Condición para dar esa batalla en el plano exterior es sintonizar la política interior en el respeto, cuidado y defensa de los derechos humanos.

En ese rubro y salvo el error del nombramiento de un custodio como el encargado de la política migratoria que, en una invasión de funciones, decidió precisamente el canciller Ebrard, Gobernación no lo ha hecho mal. El subsecretario Alejandro Encinas integró en el área de búsqueda de las personas desaparecidas y en la de ayuda a refugiados a dos profesionales comprometidos, Karla Quintana y Andrés Ramírez.

El pie restante del trípode que confirmaría el interés de México por los derechos humanos, dentro y fuera, sería el correspondiente al de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ahí, en esa institución, urge la rectificación. Y si el compromiso de Rosario Piedra Ibarra, en verdad, es con las víctimas, los derechos humanos y el país, su renuncia a encabezarla la reivindicaría como la luchadora que es y contribuiría a fortalecer las políticas interior y exterior.

***

Vienen tiempos de enorme intensidad política y diplomática, urge alinear el esfuerzo e impedir que la Organización de Estados Americanos responda a un solo interés, arrumbando el carácter multilateral de su función.

Dicho de otro modo: adiós, Almagro.

El Siglo de Torreón