Asimov y Bradbury: dos centenarios

Alberto Chimal

Las obras Isaac Asimov y Ray Bradbury, cuyos centenarios se celebran en 2020, tienen mucho que decirnos en una actualidad en la que la preocupación por el futuro se agudiza. Ambas obras, versadas en la ciencia ficción, también muestran claros límites ideológicos que hoy serían poco tolerables.

Dejamos la segunda década del siglo XXI y dos centenarios importantes del año pueden reunirse: los de los escritores estadunidenses Isaac Asimov (1920-1992) y Ray Bradbury (1920-2012). Ambos son figuras, opuestas y complementarias, de la ciencia ficción, o narrativa especulativa —una literatura mucho más influyente de lo que parece en la cultura de nuestro tiempo— y leerlos hoy da también para pensar, de modo más general, en nuestras actitudes ante el futuro, tal como se manifiestan en esta época de incertidumbre.

El término “ciencia ficción” (traducción literal de science fiction, narrativa científica) se usa para hablar de obras de todas las épocas de la Historia, pero en realidad no llega a los cien años de edad: fue acuñado y popularizado en 1926 por Hugo Gernsbacher (1884-1967), editor y escritor luxemburgués emigrado a los Estados Unidos, en la revista Amazing Stories, fundada por él y todavía en activo hasta el presente. Amazing, y varias otras que siguieron su estela, volvieron famoso el nombre americanizado de Gernsbacher —Hugo Gernsback— y también su proyecto: actualizar, o al menos reetiquetar, las narraciones de imaginación fantástica basada en el conocimiento científico del siglo XIX. El scientific romance de H. G. Wells o Jules Verne siempre había sido visto como capaz de difundir temas de ciencia y tecnología entre lectores no especializados; Gernsback fue aún más lejos al promover la science fiction directamente como un vehículo de entretenimiento “con mensaje”. En vez de ser mero escapismo, como los relatos pulp de aventuras o policiacos que otras revistas de la época ofrecían en los puestos, los de ciencia ficción tendrían la virtud de fomentar en los jóvenes el deseo de estudiar materias “útiles” y tal vez obtener un diploma en física, química o ingeniería.

La idea tuvo éxito en los Estados Unidos del periodo de entreguerras. Lo prueba la historia del propio Isaac Asimov, nacido en el pueblo de Petróvichi, Rusia, el 2 de enero de 1920 y emigrado también a los Estados Unidos, con su familia, tres años más tarde. En Antes de la edad de oro (1974), un libro curioso que es al mismo tiempo autobiografía y selección de lecturas favoritas de su infancia, Asimov describe cómo usó el argumento de la utilidad para convencer a su padre —que mantenía a la familia precisamente con un puesto de revistas y golosinas en Brooklyn— de que le diera permiso de leer, prestados, ejemplares de las revistas de ciencia ficción que le fueran llegando. Más tarde, mientras se convertía en narrador él mismo y en una estrella dentro de su especialidad, Asimov obtuvo un doctorado en química. Luego fue profesor de la Universidad de Boston y, a partir de los años sesenta, un ilustre divulgador científico, en la línea que después siguieron Carl Sagan o Neil deGrasse Tyson.

Muchos científicos, ingenieros y empresarios han aprendido y se han inspirado en obras de ciencia ficción de Asimov, quien acuñó el término robótica, actualmente empleado para hablar de una disciplina real, en los cuentos de Yo, robot (1950). Este libro, y otros posteriores como El gran sol de Mercurio (1956), El sol desnudo (1957) o El hombre del bicentenario (1976), ayudaron a asentar la idea de que artefactos capaces de imitar el aspecto o la acción de seres vivientes, o bien inteligencias artificiales —que ya desde entonces se presentaban frecuentemente como amenazas—, podían también imaginarse de maneras menos sensacionalistas: como tecnología integral, y bien integrada, de una sociedad. El concepto asimoviano de la robótica marca el trayecto que va, en la imaginación occidental, de los androides que se rebelan contra la humanidad en el drama R.U.R. (1921) de Karel Čapek a Siri, la voz anodina y servicial de los productos de Apple. Que no percibamos ese trayecto es una medida del triunfo de Gernsback, Asimov y otros promotores del pensamiento científico, defensores al fin de racionalismo de la Ilustración.

Para dar un ejemplo más, otra invención clave de Asimov es el concepto de la psicohistoria: una rama hipotética de las matemáticas que estudiaría el comportamiento de grandes poblaciones, permitiría influir en ellas a lo largo de siglos, y que se usa para fines virtuosos, en vez de para “dominar a la humanidad”, en su serie de la Fundación (1951-1993), su ciclo novelesco más extenso.

Por otro lado, carreras como la de Ray Bradbury escapan al ideal optimista de Gernsback y marcan sus límites. Este escritor, al contrario de Asimov, proviene de la América profunda: nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois, parte del Medio Oeste americano. Su contacto con la ciencia ficción vino también de lecturas hechas en la pobreza, sobre todo en bibliotecas públicas, y su entrada en la literatura se dio igualmente gracias a cuentos publicados en revistas pulp. Pero el interés de Bradbury siempre estuvo más en la ficción que en la ciencia: además de que hizo numerosas incursiones en el horror sobrenatural y la fantasy, y de que intentó que algunos de sus libros más famosos no fueran etiquetados ni vendidos como ciencia ficción, lo cierto es que nunca se interesó realmente en documentarse para “explicar” plausiblemente sus argumentos ni en proponer ideas que pudiesen tener aplicación práctica. Cohetes, astronautas, robots, extraterrestres y otros elementos icónicos del subgénero son empleados justamente como iconos: marcadores de una atmósfera particular y un ánimo de su tiempo. Más precisamente, se les trata como piezas de americana: elementos estereotípicos de la cultura de su país, como el pastel de manzana, el beisbol o el Jinete sin Cabeza, que aparecen y desaparecen según se necesite en narraciones acerca de temas “universales” como las relaciones familiares, el descubrimiento del mundo durante la adolescencia, el conflicto del individuo contra el poder, etcétera.

En esto se encuentra el rasgo más distintivo de la obra de Bradbury. Si, como él decía, solamente su novela distópica Fahrenheit 451 (1953) es realmente ciencia ficción en un sentido estricto, el resto de sus obras queda desprovisto de auténticos contemporáneos y debemos considerarlo visionario, profético, de otra manera. De hecho, Bradbury anticipa la tendencia al reciclado y la remezcla intertextuales que sólo sería realmente visible hasta finales del siglo XX, luego de que la cultura pop del primer mundo adoptara las estrategias discursivas de la posmodernidad. Dicho de otra manera, las ideas e imágenes que son cimiento de las obras de Asimov, que allí se desarrollan de manera totalmente seria, que se discuten en largos razonamientos como auténticas posibilidades futuras, en Bradbury son decorado: figuras de cartón pintado, atracciones de feria, metáforas trabajadas con gran esmero y tanta atención a la música de las palabras como a su sentido. De hecho, Bradbury es un autor de canon estadounidense y Asimov no, por esa diferencia de estilo, o más bien por esa presencia: los grandes libros del primero, como El hombre ilustrado (1951), El país de octubre (1955), Las doradas manzanas del sol (1953) o, especialmente, Crónicas marcianas (1950), no nos dan ningún conocimiento fiable de las ciencias, pero se reconocen de inmediato por el tono melancólico y por el afecto con el que retratan vidas pequeñas en entornos limitados. Esta es otra forma de americana: la existencia en el pequeño pueblo, en la fábrica o el plantío, como resumen del mundo.

Las posturas de Asimov y Bradbury vuelven a estar vigentes en un tiempo, el nuestro, con un gran interés en el futuro, o más precisamente con grandes dudas y miedos ante el futuro. El hecho parece sorprender a algunas personas que crecieron entre los años ochenta del siglo pasado y los comienzos de éste, y que aprendieron a creer en un mundo no nada más social y políticamente estático —porque la Historia había llegado a su fin, como decía Francis Fukuyama—, sino también vaciado de posibilidades imaginativas. “El futuro nos alcanzó”, se decía, como si la frase tuviera algún sentido, para sugerir que el año 2000 había sido una especie de línea de meta para la ficción de al menos un par de siglos previos, y pasada ésta no quedaba más que ver cuáles “profecías” se habían “cumplido” y cuáles no. Ya no habría autor ni texto con autoridad —o capacidad— para hacer conjeturas acerca del devenir de la especie humana.

Hoy, en cambio, el futuro ha vuelto como obsesión de la cultura occidental. Puede verse en los medios masivos: incluso en canales y obras consideradas mainstream, ajenas al “entretenimiento de nicho” y los “públicos especializados”, abundan las estrategias, argumentos y temas de lo que aún llamamos ciencia ficciónY si las narraciones en cuestión se dedican a algo más que el entretenimiento más superficial, o la explotación de una propiedad intelectual con décadas de éxito previo, lo más probable es que haya en ellas al menos un poco de la aspiración especulativa de grandes textos de antaño: la intención de imaginar un porvenir, aunque sea de pesadilla, distinto del presente pero basado en tendencias presentes, en preocupaciones presentes.

Brabdury enseña todavía a emplear de formas nuevas los iconos en los que hemos vertido nuestras ideas acerca del futuro; Asimov, a considerar que efectivamente las culturas cambian, y que, aunque esos cambios son complejos y con frecuencia incontrolables, no son imposibles de comprender si se dispone de información veraz y capacidad de raciocinio. Las obras de uno y otro tienen sus límites, por supuesto: el más notorio en la actualidad es su escasez de perspectivas femeninas y ajenas a la mayoría blanca y angloparlante que fue el “público meta” de la primera ciencia ficción. Pero, como dije antes, los recursos narrativos de Gernsback y compañía están ahora en manos de más autores y autoras que nunca antes, y por todo el mundo. Diría incluso que los mejores herederos de Asimov y Bradbury deben estar lejos de los Estados Unidos, en otros lugares y otras culturas: aquellas que están reclamando —incluso con todo en contra— la posibilidad de imaginar por sí mismas el papel que podrían tener en nuestro porvenir incierto.

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