Sin derecho a fallar

René Delgado

Suena injusto y desmesurado recargar tamaña responsabilidad en el Ejecutivo, pero él se la ha echado a cuestas al hacer de la soledad política, la concentración del mando y la voluntad personal, las únicas palancas para atemperar la crisis y sostener el proyecto que impulsa, sin lograr asegurarlo. Encabeza con respaldo social, pero a solas, un ensayo cuyo resultado puede arrastrarlo a un abismo, junto con su proyecto y la nación.

Si de suyo y por sí sola la transformación pretendida del país exigía sumar, cohesionar y unir fuerzas para, en verdad y sin rupturas, dar un salto equilibrado en el desarrollo social y nacional y darle un nuevo horizonte al Estado, la compleja circunstancia económica, social y política derivada de la epidemia demandaba redoblar aquel esfuerzo.

Pero no, Andrés Manuel López Obrador optó por el peor de los mecanismos de autodefensa: aislarse y repudiar cualquier acercamiento o apoyo, si no empata con el imperio de su instinto.

Hoy, cuando el dolor y el luto tocan a la puerta y tiran hojas al calendario, el Ejecutivo persiste en confrontar, en vez de conciliar; en abrir frentes, en vez de cerrarlos; en enclaustrarse, en vez de abrirse; en avanzar por su sendero, en vez de explorar otros derroteros; en contar lo que fue, en vez de construir lo que sigue; y en distraer -ahí está su pobre concepto de la prensa-, en vez de concentrar la atención en el corazón o pulmón del problema… y, con ello, hace exclusivamente suya la gravísima responsabilidad de fallar en un momento crucial que, sin duda, lo colocará en la historia, pero no necesariamente en el monumento al cual aspira.

A un jefe de gobierno y Estado no debe tentarlo la idea de concebirse como un llanero solitario, destinado a ser héroe o mártir. Incurrir en ese garlito es de una fatuidad inaceptable.

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Cosa curiosa, habiendo experimentado con éxito durante la campaña electoral una política de apertura, suma y alianza, así como una actitud flexible y pragmática ante la dificultad, Andrés Manuel López Obrador olvidó ese ejercicio en el gobierno.

Entronizado en Palacio y, quizá, confundiendo la elección con una revolución, el mandato con una carta poder sin límite y la resistencia a su proyecto -que, desde luego, la hubo y la hay- con un germen golpista, giró el estilo. Cerrazón, resta y rivalidad, así como rigidez y credo, ganaron terreno en su discurso y actitud hasta culminar en un absurdo: un político desinteresado en la política.

Claro, el presidente López Obrador tiene adversarios, pero no todos quienes cuestionan su proyecto o lo instan a reparar en el sentido, estrategia, ritmo y despliegue del mismo forman fila con la resistencia. Y es un error clasificar a todos en el mismo casillero, como también lo es suponer que la epidemia con su consecuencia económica no reclama repensar y replantear los términos de aquel proyecto.

No aceptar ni entender que las condiciones de la gestión presidencial las modifica la emergencia, no escuchar a los colaboradores que sí cumplen con lealtad el encargo sin acatar en silencio las consignas y no distinguir entre quienes tienden puentes en vez de derribarlos, es malo para el presidente López Obrador y peligroso para el país.

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Hay propuestas, planes e ideas que, sin atentar contra el proyecto presidencial, buscan atemperar la crisis económica derivada de la epidemia, conjurar la crisis política en ciernes y desactivar un estallido social.

No queda mucho tiempo para encontrarle salida al laberinto nacional, pero si aun así el Ejecutivo desoye voces distintas a la suya y llega a acuerdos sin capitular, aferrándose a la soledad política y la voluntad personal, tendrá que asumir la carga completa de la responsabilidad… y, si falla, reconocer que los pobres serán después, no los primeros.

Aun cuando algunos dicen que el mandatario se la está jugando, más vale que recuerde el compromiso adquirido con la nación y la ciclista y entienda que con vidas y trabajos no se juega.

El Siglo de Torreón