Sensatez

René Delgado

Quizá sea perder tiempo y espacio instar una vez más a la sensatez política, empezando por el presidente de la República y por quienes quisieran verlo fuera de Palacio.

Puede ser fútil la insistencia de encontrar puntos de acuerdo mínimos para salir de la compleja circunstancia nacional, pero es preciso no quitar el dedo del renglón. Si bien costará trabajo remontar la crisis económica agravada por la epidemia, el país no merece frustrar de nuevo su posibilidad ni retroceder donde ha avanzado y mucho menos sumar una crisis política al caudal de problemas.

Los tres primeros sexenios perdidos de este siglo son suficientes como para pensar en un cuarto y, de nuevo -antes de concluir el primer bienio-, trastocar la esperanza en angustia y ansiedad para luego navegar a la deriva.

Sin subrayar los errores de la estrategia de esta gestión para transformar la realidad nacional, es incontrovertible que las condiciones cambiaron o se agravaron con la epidemia que, día a día, hace doblar las campanas y coloca un crespón en la conciencia.

Por eso, aquella estrategia exige un ajuste profundo, fino, frío y calculado, no radicalizar y acelerar lo que se venía haciendo a voluntad y a solas. Pese a quienes promueven lo contrario -incluido, otra vez, el Ejecutivo-, el momento demanda matices, no definiciones; diálogo, no monólogos; inteligencia, no fuerza; consenso, no disenso; unidad no división. Acuerdos no en el qué, sino en el cómo, así irrite tratar con el contrario.

Si, en verdad, se cree en el país, es preciso dejar de lado la vanidad y la arrogancia que lamentablemente caracteriza a la élite dirigente nacional, política y económica.

Precipitar la lucha electoral del año entrante, la campaña revocatoria del mandato presidencial o, peor aún, la aventura de exigir la renuncia inmediata del Ejecutivo, sobre la base de polarizar las posturas y reducir el abanico de opciones a dos, con o contra, sólo terminará por provocar una fractura política y el desgarre del ya de por sí roído tejido social. No pueden ignorarse las alertas, cada vez más frecuentes, de la fragilidad y la peligrosidad del momento en que el país se encuentra.

Sí, mucho estará en juego el año próximo y, de esa contienda, derivará lógicamente el curso de la segunda mitad del sexenio. No es para menos, se disputarán los quinientos asientos de la Cámara de Diputados, los de treinta legislaturas locales, quince gubernaturas y casi dos mil alcaldías. Alrededor de tres mil quinientas posiciones políticas.

El desafío es mayúsculo. Al homologar la fecha electoral prácticamente en la mitad de la República y, por lo mismo, jugar en una sola partida esa cantidad de fichas, se hará más encarnizada la lucha entre y dentro de los partidos. Entre, porque para eso son las elecciones, sobre todo, cuando se concentran en una sola jornada. Dentro, porque, como esta vez y sin leyes se repondrá la reelección inmediata de diputados federales y locales, así como de alcaldes, el nombre del juego será permanecer o acceder al poder, desatando ambiciones personales y grupales al interior de los partidos.

Disputar en un marco democrático de civilidad, paz, legalidad, respeto y pluralidad el control del país exigirá enorme talento, organización, fuerza y madurez tanto en el partido en el poder como en los demás. Claro, siempre y cuando no se confunda una elección con una revolución o con una eliminación.

Precipitar desde ahora la campaña electoral es tanto como apretar el paso en dirección al fondo del callejón nacional, en vez de sumar esfuerzos para salir juntos de él.

Por su naturaleza, las elecciones llaman a remarcar las diferencias y borrar las coincidencias. Poner en marcha tan anticipadamente ese juego reducirá el margen de gobierno, alentará las consignas en lugar de las razones y, desde luego, impedirá cuidar la salud pública, la economía y la política. Imaginar que esa salud se convierta en ariete para golpear al adversario o en apuesta para derivar del fracaso una ganancia, lastimará hondamente al país.

Insistir en esa ruta dejará exangüe a la nación sin que, de los cruzados de uno u otro bando, haya un vencido y un vencedor. Coronar una supuesta victoria sobre la osamenta de millares de cadáveres, el lomo de viejos y nuevos pobres, la pérdida de empleos o la ruina nacional es propio de canallas, no de nobles.

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No es esta la hora de divertirse y divertir desde el poder, como tampoco de socavarlo y reventarlo desde enfrente.

Ante el tamaño de la crisis en puerta, es hora de redimensionar el alcance del mandato presidencial -no a partir de la cantidad de votos recibidos, sino del margen de maniobra impuesto por la circunstancia- y reinterpretarlo para determinar qué sí se puede y qué no, qué es necesario aplazar o cancelar. De precisar qué acciones emprender de común acuerdo, dándole perspectiva al país.

Ante el tamaño de la crisis en puerta, es hora de reconocer que esta vez la alternancia no se reduce a una cuestión de turno en el poder y asumir las consecuencias. Sí, cuidando las instituciones, pero tampoco haciendo de ellas castillos de pureza intocables, cuando muchas exigen un ajuste en serio. En nombre de la democracia, no se puede defender el derroche y el dispendio, ni pedir maní para los elefantes blancos.

Es hora de gobernar y gobernar, hasta donde se pueda, con y para todos, colocando primero a los pobres.
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No faltan ganas de entrarle al juego de exhibir y denunciar la añagaza, el embuste, las trampas y el cinismo de los más diversos actores políticos, pero por el bien de todos es mejor insistir en conjurar el peligro de hundir al país en una crisis superior a las conocidas.

El Siglo de Torreón