El sermón y la bravata

Jesús Silva-Herzog Márquez

Cuando un político pierde el sentido del ridículo es que ha perdido contacto con la realidad. No encuentro otra palabra para describir la nueva perla de sabiduría presidencial. Para tiempos de extremo apremio, una ridiculez. Un mensaje que mueve a risa, a burla. Una involuntaria parodia a las patrañas de la autoayuda y el pensamiento mágico. Ante el virus que ha detenido al mundo, el presidente de México recomienda que seamos alegres. En la hora de mayor peligro sanitario en nuestro país, un llamado a sonreír y a ser optimistas. Comer verduritas, ser buenos y rezarle a algún santo. Ante la crisis económica más severa en varias generaciones, una oración de desapego.

Lo llama así, “decálogo”, no solamente porque sean diez propuestas. Es un decálogo porque al predicador del palacio le parece digno de ser memorizado. La confianza con la que lee las sentencias, el tono sacerdotal del mensaje, incluso la repetición de algunas frases que le parecen especialmente profundas e imaginativas, revelan que, en efecto, piensa que su escrito es un versículo para el presente. La sabiduría de la emergencia, comprimida en diez cápsulas inmortales. Como cuando improvisó aquel ofensivo decálogo contra la violencia de las mujeres, sus subordinados se apresuraron a publicitarlo con ilustraciones. Hay manitas que rezan, caras sonrientes, relojes que nos despiertan para madrugar alegremente. Ante la revelación de los diez preceptos, los leales aplauden en simulación de entusiasmo por la nueva epístola. La comisaria del nacionalismo científico resolvió velozmente que la reflexión que generosamente ha compartido el Presidente está libre de cualquier contagio neoliberal y que la Ciencia Nuestra lo respalda plenamente.

Igualmente ridículo, aunque mucho más dañino, fue el documento que se leyó en una matiné reciente. La Presidencia no sabe de dónde viene, ni quién lo escribió, pero lo da a conocer. No da pistas sobre la confiabilidad del escrito, pero, de cualquier manera, lo expone. El evento es francamente ominoso. Desde el palacio de gobierno, se da lectura a un documento como si fuera la exhibición de una terrible conjura y se señala puntualmente a los sospechosos. Desde la sede del poder político, se nombran periodistas e intelectuales críticos, se alude a instituciones académicas, a organismos empresariales, a medios de comunicación e, incluso, a órganos de Estado como parte de una conspiración. Ninguna ilegalidad se descubre, pero no importa. El apócrifo sirve para lanzar basura. No vale detenerse en la bobería del documento. Lo que cuenta es que la Presidencia de la República emplee su tribuna para lanzar acusaciones vagas, para insinuar que sus críticos son desleales a la democracia, para insistir en el cuento de que sus opositores son, en realidad, golpistas.

Ningún periódico serio, ningún noticiero habría dado espacio a ese papel que el Presidente pide que sea leído ante la prensa como si fuera relevante para la discusión nacional en tiempos de emergencia. Al Presidente le divierte. Confiesa el placer que la causa la provocación. Le alegra la mañana imaginar el efecto que el chisme tendrá en quienes son nombrados como sus enemigos. Nadie puede creer que la lectura del documento sea de un acto de transparencia. Se trata, sencillamente, de una ostentación de poder. El Presidente lee un documento que no merece la menor confianza porque puede hacerlo. Ese es el crudo mensaje que proyecta: el Palacio Nacional puede ser empleado para decretar la enemistad.

Ayer domingo, muy en contra de lo que sostiene el subsecretario de Salud y lo que aconsejarían los propios datos oficiales, el Presidente dio un mensaje en el que implícitamente desentendió a su gobierno de la crisis sanitaria. Cada quien a cuidarse por su cuenta. Esto ya no es un asunto de política pública, es cuestión de responsabilidad individual. Ya aprendimos a cuidarnos. ¡Es tiempo de salir y recuperar la libertad! Y cada quien, que asuma su riesgo. Sorprende el papel que el Presidente imagina para sí mismo en la emergencia. No es un Presidente que decide, que organiza, que dirige. Es un Presidente que, al tiempo que evade las responsabilidades de gobierno, sermonea e intimida. Necesitamos un Presidente y tenemos un párroco.

El Siglo