La brutalidad policial también es sistémica en México

Las protestas contra la violencia policial en Estados Unidos han tenido eco en México, un país en el que los abusos de las instituciones de seguridad son cotidianos y la aceptación social de los mismos está bastante extendida.

En las últimas semanas se han hecho públicas decenas de historias de abuso policial. Alexander Martínez, de 16 años, fue asesinado por policías municipales de Acatlán, Oaxaca, afuera de una tienda. Según notas periodísticas, él y sus amigos fueron confundidos con delincuentes, como si ser sospechosos de algún delito justificara la ejecución extrajudicial. Hace un mes, en Ixtlahuacán de los Membrillos, Jalisco, fue asesinado por policías Giovanni López. Su cuerpo presentaba lesiones extremas que sugieren la aplicación de tortura antes de su muerte. En Tijuana, Baja California, Oliver López murió asfixiado por los policías que lo detuvieron. Un video muestra cómo el agente pisa su cuello con la bota hasta que muere.

Que los abusos policiales estén haciéndose visibles es un signo positivo. Nos obliga a reflexionar en qué contexto se dan los numerosos casos de brutalidad de las fuerzas de seguridad mexicanas y revela también la necesidad urgente de plantearnos cómo acabar con ella.

El movimiento #BlackLivesMatter ha propuesto desfinanciar a las policías en Estados Unidos. Esto significa quitar responsabilidades a las policías que no son propiamente policiales —como la atención a las víctimas de violencia familiar, la atención a las adicciones o el cuidado de las escuelas— para devolvérselo a instituciones de carácter social, no represivas. Se trata de una alternativa interesante para México, donde muchas funciones sociales se han concentrado en el Ejército, institución usada como remedio de las deficiencias policiales pero con aún más problemas en el abuso de la fuerza letal y no letal.

Una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) muestra lo común que es la violencia ejercida por los policías en todo México, especialmente durante la detención. De las 64.150 personas encuestadas en 2016, el 75 por ciento afirmó haber sufrido algún tipo de “violencia psicológica” durante el arresto, esto incluye maltratos tan graves como ser desvestido o asfixiado. Casi el 64 por ciento de los encuestados sufrió agresiones físicas, incluidas patadas o puñetazos, lesiones por aplastamiento y descargas eléctricas. La conclusión es abrumadora: 7 de cada 10 personas detenidas en el país sufrió amenazas o agresiones por parte de la autoridad que lo detuvo. Si la detenida es mujer, los abusos frecuentemente son sexuales.

Estos datos son relevantes no solo porque muestran el estado deplorable de las instituciones de seguridad en el país, sino porque permiten entender los resultados de las políticas que se llevan adelante echando mano de la fuerza pública.

El caso del gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, es paradigmático: decidió hacer obligatorias las medidas de mitigación de contagio para hacer frente a la COVID-19 en su estado. “La fuerza pública tendrá la encomienda de hacerlas cumplir”, dijo. Sin embargo, al dar la orden, el gobernador debía haber tomado en cuenta los abusos sistemáticos de la policía de su estado. Los atropellos, como en el caso de Giovanni López, eran predecibles.

Ante los problemas de las policías mexicanas, algunos gobiernos locales han optado por desaparecer a las policías municipales y crear un solo cuerpo policial por estado; otros han cedido sus atribuciones en materia de seguridad al gobierno federal. Como respuesta a la muerte de Alexander, el gobernador de Oaxaca informó que serían enviados elementos de seguridad del gobierno federal para investigar los hechos y planteó la posibilidad de desaparecer a la policía municipal. Una solución que no atiende el fondo del problema.

Con la creación de la Guardia Nacional (GN), cuerpo de seguridad que constitucionalmente se planteó como una institución civil, se abrió una oportunidad para revertir el creciente militarismo en México. Pero la realidad ha sido otra: la GN ha tenido una conformación predominantemente militar. Más aun, con el acuerdo presidencial del 11 de mayo —emitido en plena pandemia y sin dar espacio para debate público— se autorizó a las fuerzas armadas a realizar directamente tareas de seguridad pública, como la detención de personas, cateo de domicilios y prevención del delito en general. El despliegue de las fuerzas armadas que autoriza este acuerdo es preocupante porque no contempla mecanismos de regulación, subordinación o fiscalización claros.

Así como eran previsibles los abusos de la policía de Jalisco, lo son los de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública en todo el país. El gobernador Alfaro es responsable de no tomar en cuenta la realidad de sus policías al emitir las órdenes de uso de la fuerza pública; también el presidente de México es responsable de los abusos que resulten por facultar a los militares para detenernos sin controles claros y sin tomar en cuenta el historial de abusos que cometen.

La solución al abuso por parte de las policías mexicanas no es militarizar ni centralizar la seguridad pública, sino la construcción de cuerpos policiales cuyo objetivo sea la prevención y no el castigo o la represión. Pasa también por la profesionalización de policías —incluyendo mejoras a sus condiciones laborales—, la adopción de leyes de uso de la fuerza centradas en las personas y en la creación de cuerpos de control y fiscalización externos para evitar la impunidad de quienes cometen abusos, pues la impunidad incentiva estas conductas.

A lo largo de los últimos 13 años se le han dado cada vez más responsabilidades a los militares y su presupuesto ha crecido constantemente, a costa de otras instituciones gubernamentales. Hoy, además de hacer tareas de seguridad pública, el Ejercito se encarga de proyectos tan diversos como la reforestación, las adicciones o la construcción y manejo del nuevo aeropuerto. Es necesario quitarles las atribuciones que no le corresponden. Su contacto con la ciudadanía debe reducirse a lo realmente indispensable. No hay razón para que estos programas estén en manos de las instituciones de seguridad.

En México, como en Estados Unidos, debemos pugnar por que se devuelvan funciones y presupuestos a los bomberos, la protección civil, a las escuelas y a las instituciones de salud. Cada interacción con las instituciones policiales (civiles o militares) es un riesgo que no necesitamos correr.

NYT