Tristeza

Federico Reyes Heroles

La locuaz trompeta ronda de nuevo. El desfile crece: compra de fierro viejo, venta imparable de tamales, dulces, aguas, jugos, verduras, flores, de todo. No tiene fin. Son la encarnación del desempleo, tan sólo una de las heridas.

Revisar a diario la acumulación de muertos oficiales y tan sólo imaginar el agregado que se desprende del “exceso”. Los contagios por cientos de miles, familias sangrantes a las cuales la malvada enfermedad ha tocado. El temor, cuando no miedo franco a sufrir el contagio, a que algún familiar o amigo sea víctima. Las infinitas historias de pequeños empresarios que ya no sobrevivieron, pero también de empresarios medios que caminan al borde del abismo, que ven languidecer sus recursos para librar la crisis. La pandemia que no cede, la tambaleante economía que va de la mano de la posible apertura. Sumemos la violencia común y la vinculada al narcotráfico. Las heridas son muchas y profundas. Además, septiembre nos arroja recuerdos terribles. Todo se agrega. Por si fuera poco, inundaciones. Días nublados en todos sentidos.

De ahí el desconcierto. El tono gubernamental es de vanidad y negación del dolor. ¿Masacres, cuáles? ¡¡¡Je, je, je!!! A ello hay que agregar el ánimo rijoso de cada semana, golpeteo a los medios, a periodistas por nombre y apellido, calumnias un día sí y al otro también, el gratuito pleito con los intelectuales, el delicado conflicto del agua en Chihuahua, los gobernadores ofendidos por el trato presupuestal y la falta de apoyo y liquidez. La tribuna que debiera ser utilizada para paliar animadversiones, para convocar a la unidad, para inyectar esperanza razonada, se usa, pero para inyectar… veneno. Como si no hubiera desempleo, hambre, enfermos, sangre y muchas muertes, cada semana se inventan nuevas evasiones, que si Lozoya, que si el juicio a expresidentes, que si los boletos del avión, que, por cierto, terminaron siendo comprados por el propio gobierno, que si el tren va porque va al igual que el aeropuerto y la refinería, no importa que falten licencias y permisos, para ellos si hay dinero.

Pero en los hogares se vive algo muy diferente: el pesado encierro o el riesgo de salir a jugarse la vida. Las mujeres, como siempre, ahora atosigadas en función de maestras en triple jornada. Los ancianos en asilos y residencias sin poder recibir visitas, llevan meses sin ver a familiares. Los niños aislados y contenidos en lugares que siempre serán pequeños para su energía desbordada. La violencia intrafamiliar en aumento al igual que los feminicidios. Los medicamentos que escasean frente a la negación gubernamental. Las expresiones de enojo se multiplican en las calles y sólo reciben denostaciones como respuesta.

Pero la tristeza no convoca a manifestaciones, se esconde, está en los rostros, en las conversaciones, en los cuestionamientos, cómo vamos a salir de ésta, si los principales responsables no atienden y desprecian al mexicano común que la está pasando muy mal. Ese al cual la rifa del avión le parece una burla, el que fue despedido y no ve por dónde sacar para el gasto. Hay una tristeza profunda que más temprano que tarde se plasmará en los hechos. La depresión visita ya a muchos mexicanos, algunos, los menos, lo saben, conocen el mal y se tratarán. Pero los más serán prisioneros de la trampa de pensar que son ellos los únicos responsables, que es cuestión de “echarle ganas” y llorarán por dentro porque no pueden darse el lujo de arrastrar a la familia a las aguas profundas y oscuras de la enfermedad.

Miro al escuálido hombre de la trompeta y como siempre pongo unos pesos en el sombrero de paja del niño —¿su nieto?— y pienso que muy poco puedo hacer para cambiar su realidad, lo mismo con el cilindrero del semáforo, o el viene-viene de la farmacia. Pero lo único que de verdad puedo hacer es transmitir la tristeza y pedir que, por el bien de nuestro México, cese el ánimo de persecución, de riña, de enfrentamiento, pedir seriedad y empatía. ¿Es demasiado?

Excélsior