La Estrella de Kepler

Eric Rosas

Las duraciones de los fenómenos del Universo son muy grandes comparadas con las de los sucesos del mundo cotidiano. Esto a menudo nos infunde la sensación de que en el Cosmos todo es inmutable. Pero en realidad la dinámica del Infinito es permanente, intensa y, a veces, hasta sorpresiva. Muestra de ello es la aparición de improviso de nuevos astros en el firmamento, como sucede con las deslumbrantes explosiones de las estrellas.

En la evolución de una estrella se conocen al menos dos circunstancias bajo las que estos cuerpos pueden colapsar. Uno se presenta cuando se agota el combustible termonuclear de su núcleo y entonces se origina su colapso repentino que provoca una nutrida emisión de energía. El otro sucede cuando en un sistema binario, la estrella que succiona la masa de su compañera, termina por implosionar a consecuencia del exceso de materia absorbida. En ambos casos las conflagraciones resultan súbitas y espectaculares, e inundan con un resplandor extraordinario regiones del espacio otrora tranquilas y oscuras. Lo sorpresivo de estos eventos hizo pensar a los astrónomos de la antigüedad que era así como nacían las estrellas y les llamaron stellae novae, latín para “estrellas nuevas”.

En la historia de la humanidad ha habido varias explosiones de esta naturaleza. Muchas de ellas han sido registradas por civilizaciones como la china, la egipcia y la romana. Pero las primeras en haber sido estudiadas con mayor detenimiento fueron las ocurridas en la constelación de Casiopea en 1572, y en la de Ofiuco en 1604. La primera fue materia del libro “De nova stella” (“Sobre la nueva estrella”), escrito por el astrónomo belga Tycho Brahe; mientras que la segunda fue observada acuciosamente el 17 de octubre de 1604 por el alemán Johannes Kepler, quien plasmó sus estudios en el texto “De stella nova in pede serpentarii” (“Sobre la nueva estrella en el pie del portador de la serpiente”, como se le conocía a Ofiuco).

La “Estrella de Kepler”, como se le llamó a la vista en 1604, ha sido la última ocurrida hasta ahora en nuestra Vía Láctea. Sin embargo, en 1885 fue observada una en la galaxia de Andrómeda y en 1987 otra más en la Nube de Magallanes. En lo que va del presente milenio ya han ocurrido al menos dos, en 2005 y 2006. Tales explosiones, que ahora se conocen como supernovas, pueden amplificar hasta cien mil veces el brillo original de la estrella conflagrada, lo que les permite resplandecer en el cielo nocturno durante días, semanas o meses incluso. Y aunque su súbita aparición nos hace sentir que están ocurriendo en ese preciso instante, en realidad son supernovas del pasado, que podemos ver hasta que su luz llega a nosotros… y así, la luz se ha hecho.