Elogio de la obediencia

Federico Reyes Heroles

La acción goza de mala fama: obedecer. La deseamos para nuestras mascotas, pero no para nosotros mismos. De hecho, nos ufanamos de lo contrario: la desobediencia. Aunque hay un problema, los seres humanos convivimos en sociedad y ello supone obedecer. Más de 90 mil muertos, pero, eso sí, en plena y orgullosa desobediencia.

“…acatar la voluntad de la persona que manda, de lo que establece una norma o de lo que ordena la ley”, suena sumiso, pero es el eje de cualquier pacto social. Los padres de la idea, en sus distintas vertientes, HobbesLocke y Rousseau los más sonados, volvieron terrenal el por qué de la obediencia. Las diferencias entre ellos son muchas, pero hay una coincidencia esencial: obedecer normas o mandatos legítimos es un acto de supervivencia y requisito para una mejor convivencia. Cuando las normas son ilegítimas y los que mandan también, la teoría contempla el derecho a la subversión, la desobediencia justificada. En México, veneramos a la revolución como concepto. Miles de calles llevan ese nombre. De 1810 hasta el EZLN en 1994, siempre se ha invocado ese derecho. Pero el Estado, en esencia, vive de una obediencia aceptada.

Casetas tomadas en las narices de la autoridad y sin ninguna consecuencia, vías férreas bloqueadas con costos económicos brutales, marchas vandálicas como algo común y el rechazo al cubrebocas desde la Presidencia, todo suma.

En el siglo XXI debemos obediencia a las normas nacionales e internacionales. Cada día hay más mandatos globales de respeto a los derechos humanos, a los principios ambientales, etc.

En el siglo XXI se supone que debemos obedecer a la ciencia que no siempre tiene la fórmula definitiva, como ocurre con el covid-19, pero que sin duda sigue siendo la mejor arma que tenemos. Del gobierno debemos exigir obediencia a los mandatos de la ciencia y de la experiencia.

Si hubiéramos atendido las primeras advertencias de la pandemia, si hubiéramos acatado las indicaciones de la OMS —pruebas y más pruebas—, si el Consejo de Salubridad General hubiera impuesto con severidad las medidas sanitarias, si se hubiera hecho caso a los científicos y a los exsecretarios de Salud que dieron múltiples consejos, si el desconfinamiento hubiera sido controlado y si los ciudadanos obedeciéramos lo elemental —cubrebocas, sana distancia, higiene, decir no a las reuniones sociales y públicas, no abarrotar templos y panteones— otra sería la historia. Pero no fue así, ganó la veneración a la desobediencia desde el más alto nivel y el peso del mal ejemplo cayó en un territorio muy fértil.

Esa veneración es añeja, está en nuestras canciones vernáculas, el hijo desobedienteyo soy el rey, etc., y ha tenido un costo terrible para México. No hablamos de ella porque está en nosotros. La corrupción generalizada es parte de la desobediencia, la orgullosa evasión y la elusión fiscal también lo son. La impunidad como fórmula de vida es un acicate a la desobediencia. David S. Landes demostró cómo los países donde hay una obediencia en lo general logran niveles de desarrollo superiores.

Lawrence Kohlberg mostró cómo el punto de inflexión para lograr un verdadero Estado de derecho es la introyección ciudadana de las normas. El miedo a las consecuencias adversas, multas o penas corporales es la versión bárbara, burda de la legalidad.

La obediencia por convencimiento es muestra de respeto al otro ciudadano y a uno mismo. Esa obediencia nos permite exigir. La obediencia generalizada a las normas reduce el margen de discrecionalidad de las autoridades. En un universo de obediencia las expectativas sociales y económicas se vuelvan claras y predecibles y los gastos legales disminuyen, como ya lo demostró Robert Putnam.

La obediencia no es sumisión ni cobardía ni algo abyecto, por el contrario, quien obedece es más fuerte en tanto que tiene a la ley de su lado y puede pelear por su modificación desde la legalidad.

Hoy pagamos en muertos nuestra desobediencia.

Excélsior