Geografías Mexicanas III. Unos pasos de sur a norte, Paso del Norte

Ciudad Juárez
Ciudad Juárez

Por Hugo Gaytán

No sé a qué ritmo ando, pero seguro que no ando al ritmo de nadie. Y si con alguien coincidiera, ¡qué ser tan desafortunado!

Hay que dejar claro. Hay de buenas fortunas a mejores y no por ello se deja la vida a la suerte. Si se elige una de ellas y se compara con otra, habrá complementos entrambas que no serán tan necesarios o serán, simplemente, injustos. Las pronunciaciones emocionales, los relatos cortos, el encadenamiento de adjetivos carecen de finitud hacia las fortunas. No existen absolutos y, por tanto, ellas se desmerecen de las mejores intenciones. Viendo desde el reverso, un infortunio no lo será tanto a un lado de otros infortunios más duraderos y potentes. Así pues, como se me ha dicho, no es tan válido quejarse.

Sin saber la específica gravedad de esta suerte de sitio, he de comentar lo que hoy me corresponde. ¡Aparece el convencimiento! Mediana seguridad. Quizás días antes, o días después, el sonido de estas palabras hubiera tenido otra textura, un color diferente. Hoy ya no hay vuelta atrás. Es más, ni es necesaria. Ahora corresponde concentrarme en la vida del texto bajo la circunstancia, pues como hemos aprendido en otros lugares, el texto vive no solo por el autor, sino por el contexto; significará de una manera en consideración del ambiente y los participantes que lo hagan pertenecer. Así, vivirá.

El texto presente se enraíza en una ciudad que ha sido espacio de algunas reflexiones que antes he podido compartir. Juárez es la ciudad y, tal vez, como no me sucedió en un lugar pasado, he comprendido el valor que tiene por elementos tan particulares, como su propia capacidad de albergue (más allá de las oposiciones, pues sigue siendo el destino de la “oportunidad”), el disfrute de una comunidad que se recupera cada día y las propias fuerzas para continuar a pesar de las marcas del pasado.

Soltaron a los perros

Una marca registrada. Se visibiliza en los resultados de las encuestas: “¿cuál es el problema principal de la ciudad”. ¡Adivinen! La marca registrada se internaliza entre los que no han vivido en este espacio. Ciudad-ficción: se imagina entre los rumores, las noticias y las experiencias. El problema es de muchos nombres y sentimientos: algunos dirán violencia, otros inseguridad, otros el narco y su complemento la droga, otros apenas y dirán que los migrantes, aunque estos sean las víctimas de otras dificultades y no necesariamente un problema más. No es que la imaginación de los encuestados, de los observadores extranjeros de la ciudad y de sus visitantes sea limitada: es que es franqueada entre las secuelas del tiempo que fue lastimado cuando soltaron a los perros.

Todos los de aquí se saben muy bien la historia. Nada nuevo para ellos. Si bien fueron muchos años, por el 2008 tomó más fuerza la terrible enfermedad. Y para la enfermedad soltaron a los perros con rabia, aquellos que fueron entrenados para todo, menos para dejar de morder. Con saber y sin saber, obedecieron. Se colaron donde pudieron: entre las calles, entre las casas, entre las noches de residentes sin culpa. Por eso es por lo que las encuestas no se equivocan. Fueron muchos años. Y los perros ya se fueron, aunque siguen con intenciones de volver.

La gente de por el rumbo, que ya no es toda, tuvo que echarlos del terreno. Se esperaban mejores días, pero fueron muchos años con peores dolores. Y el cuerpo urbano quedó desecho y vacío. En el presente apenas se llena y todavía se duele de aquello que nunca fue terminado. El asunto no se resuelve y las encuestas seguirán atinando: la violencia, la inseguridad, el narco. Todo se rodea en un mismo indicio de lo que sigue siendo el resultado de vidas y años de desigualdades y robos de élite, siempre con su “debido respeto”. Nada nuevo.

Pero como de esto ya se ha dicho mucho, habrá que pensar en otra cosa que no evada lo que hay, pero tampoco repita la constante. Pensemos en los intentos invisibles de salvarse en las peculiaridades del lenguaje. Primero, con los parecidos a los del otro lado entre palabras adaptadas y naturalizadas. Luego, con las señales dejadas sobre los terrenos menos concebibles. Allá tomaron como pared el cerro para enganchar una estrella, como de este lado se tomó uno para hacer gala de que el cristianismo no teme a las inclemencias del espacio. Ellos tienen la estrella, nosotros tenemos “La biblia es la verdad, leela” [sic]. Cada uno presume lo que quiere, o lo que le interesa, o lo que le da esperanza.

La estrella, por las noches, justa y naturalmente, se mira flotando. En las mañanas desaparece entre las sombras de nubes incómodas de invierno. Nada nuevo. Yo la veía continuamente los últimos dos años, antes de la tragedia global.

Caminando por el malecón hacia el centro, se ve a lo lejos y a lo cerca la estrella que flota. Nos es cualquier cosa; es una estrella sobre el planeta sin hacer colisión. Se ve, yendo hacia la catedral, a un costado de la mano derecha. Flota no como las otras estrellas “normales”, sino como la que está a un lado, a un paso, en El Paso. Las luces artificiales la forman blanca, parece nueva pegada a la cara, tiene una vida por delante y una vida por detrás, una vida de aquel lado y una de éste.

Los juarenses la ven acostumbrados sin movimiento. Parece que nada la sostiene, solo se le atraviesa la luz de uno de unos postes, o alguna que otra nube ocular, pero ya. “Nombre, amigo, en las noches es otra cosa. Con esas luces hasta dan esperanzas, hasta se olvida uno de cuanta cosa que hay acá… ya sabes, la violencia y la muerte y esas cosas del narco.”

Algunos miramos la estrella por las noches sin querer encontrarla y en su encuentro “es otra cosa”. La sensación de estar en una frontera fría y caliente, un poco polvorosa, un poco peligrosa. Es la estrella de los de este lado, los que no deben cruzar la línea, como cuando uno era niño y jugaba a la rayuela o cuando uno ya es grande y obedece a no cruzar límites imaginarios. La estrella se ha cruzado en el camino, es una estrella del recuerdo de los que se fueron y de los que llegaron, como aquellas estrellas que parece que vuelan, nacen y se van.

Qué necio pensar que las estrellas no flotan, que no pertenecen a su órbita celeste. Pero hay algo de extraño en aquella. Se mantiene inmóvil todos los días del año, se mantiene descubierta todos los inviernos y en verano no se quema. Ni se quema por el tiempo ni envejece, ni se aturde con las balas porque no están allá. Es una estrella inconmovible que conmueve a los foráneos, a los extranjeros, a los esperanzados, a los que están de este lado y los que quieren estar con ella.

Lo que gusta

Estoy seguro, muy seguro, que cada individuo que llega y permanece en este lugar es interrogado, no sé con qué intención, sobre lo que gusta de la ciudad (y lo que no, por supuesto). La pregunta no falta, tal vez es recurrente en todas las ciudades. Mi limitada seguridad, temerosa del juicio y de la exclusión, tuvo que idear un mecanismo de defensa, en un principio solo estratégico, sin la intención de sinceridad, simplemente por legítima defensa. Y la defensa era un tipo de respuesta.

“¿Qué te gusta de la ciudad?” Pregunta pasada, que no se concluye, que está por realizarse. Para muchos que no han vivido esta ciudad no gusta y para los que la viven se extrañan que los que no pertenecen a ella, que llegan por obra del destino, o por mera desdicha, se queden. Y así surge la duda de los incrédulos, la pregunta que se vuelve natural y que pienso, ahora, de forma más consciente.

No es mentira lo que dirán muchos. Antes de la calamidad que nos recluye, la ciudad era un atractivo para trabajadores de diferentes estados del país. Todavía lo sigue siendo. Esta es, pues, una de las principales motivaciones para quedarse. Pero como la motivación no es suficiente, es necesario ampliar la respuesta.

Ciertamente, la violencia humana y desértica hacen dudar sobre lo que uno dice, nuestras confiadas afirmaciones; aquí se duda hasta de lo que uno siente. También así cierta soledad sentida en los edificios –que me dicen que no son nada en comparación de años atrás–. Y posiblemente el polvo que arrecia en los tiempos de calor. Pero, luego de cierto tiempo, el detalle se hace menos que un defecto. Es ya una característica que el ciudadano juarense tiene que asumir y presumir. Los edificios y las casas abandonadas son parte de paseos turísticos ideados por estudiantes universitarios, o se vuelven espacios del arte urbano, de la vida de un pueblo que no deja de expresar los sentires más humanos, los achaques de los años, las tristezas, los colores, la euforia.

Acostumbrado ya al calor de esta ciudad, coincido con la descripción de estas virtudes. Por esto la ciudad es lo que es. Más allá de la atribuida fenomenología de la maldad que se interpreta en la violencia criminal, está también la experiencia del estar cerca. Y no hay duda de que la forma de conexión humana en la ciudad es admirable.

Si algo hace sentir bien a muchos de los que llegan a estas calles, es la recepción de los más cercanos. En realidad, así es como se han construido las comunidades a lo largo de la historia humana. La experiencia que tienen los seres vivientes de los espacios no se opone a la hipótesis de vida; son el lugar de creación de com-unidad, más allá de la contemporaneidad. Ya muchos se acostumbraron a convivir con seres que, desde su origen, no son de aquí, pero que, pisando el suelo empolvado, los hace ser.

Polvos en los ojos

La vista se nubla con polvos en los ojos. Pero aun sin polvo, mi perspectiva es limitada a la parcialidad de mis andadas en la ciudad. Así que no puedo hablar de toda ni por todos aquellos que la habitan. Lo digo porque aquí hay serios defensores de lo local que tendrán, ciertamente, mayor razón que yo en sus descripciones. Pero tampoco me basaré en sus apreciaciones para que la voz siga siendo propia, como se vive desde un determinado cuerpo y lugar.

“La ciudad es novelesca”, pronunció Marc Augé no sobre ésta, pero confiemos. No todas tienen esta virtud, si se le puede decir así, aunque ella brote de su propia enfermedad. La ciudad no escapa a las percepciones cinematográficas, de relatos y cuentos y, mucho menos, al documental. De Juárez siempre habrá una opinión, desde aquellos que se conectan por un artista común (Juan Gabriel), hasta los que se interesan por la historia (la Revolución), la geografía (Paso del Norte), la sociedad (migrante) y su política de frontera.

La ciudad es documentada y presta a posibles indocumentados. Es de la espera y del recorrido. De la transición. Del cambio generacional casi indistinguible y sospechosamente no tradicional. La tradición que se guarda, eso sí, es híbrida, aunque el tiempo la haga ver como en una nueva forma original. El tiempo elimina la hibridez cultural, regional. Multiestatal. Aunque los nuevos pasajeros intenten quitársela, la nueva esencia se captura en la imaginación.

Algunos llegan quién sabe cómo; otros llegan sin saber qué hacer; otros llegan sabiendo, esperando ya algún suceso; y otros llegando sin saber se las arreglan para quedarse por tiempo indefinido. Y esto es lo más correcto, porque estamos por tiempo indefinido, bajo la postura de los probabilidades, de los hechos externos que se oponen a nuestra voluntad. Así, llegamos y nos quedamos; o llegamos y nos vamos.

La ciudad también es política. Se ha hecho por la comunidad heterogénea que se homogeneiza entre sus propias carencias y exigencias. Es de los golpes más fuertes y de las recuperaciones que asoman rápidamente a la siguiente hora, al otro día. Es del acompañamiento muchas veces entre y desde los mismos, pero lo es. Y de la voz fuerte para ahuyentar a la derrota. En este espacio se termina la ciudad-memoria (como en muchas otras ciudades) para ser reemplazada. O mejor, cada cual crea su propia ciudad-memoria y deja en el olvido los monumentos oficiales, que no son contemporáneos del sentir actual.

También esta ciudad se traduce como el extrañar a los que están lejos. Los exiliados por voluntad propia parecen culpables del alejamiento, entonces son quienes deben volver al lugar de donde escaparon. La ciudad ya no se torna encuentro, sino distancia. Pero la ciudad sí se puede encontrar: y he aquí, volvemos al intermedio del texto, a los resultados de las encuestas. La ciudad-ficción existe: se fabrica, aparece en las portadas de los periódicos, en las noticias. Y por medio de escenas fotográficas, sumadas unas con otras, se constituye un filme interminable.

Ciudad del video, de la imaginación. Hay espectáculo que se transmite por las pantallas, las cámaras, la escritura. En su centro abunda la representación: por la personificación de los pachucos, por aquellos que advierten la llegada de Dios (“la biblia es la verdad” nos quiere decir el misionero del Centro) y por la multitud que se reúne y pasea, si bien saben que deben prevenirse del contagio de un virus sin tiempo de marcha.

Estamos ante la ciudad-ficción. Deseada por algunos y rechazada por otros por no ser como ellos dicen que es. Muchos se verán en las pantallas. Se sonrojarán mientras se miran, revirarán si escuchan alguna maldita mentira o ignorarán el acontecer si no es la primera vez que lo notan. También puede conocerse como la ciudad de la queja. Aquí se escarba hasta las raíces que faltan y se suple la superficie de concreto. La queja de los calores seguirá.

Muchos quieren eludir su realidad cuando la viven todos los días. Los nuevos, los visitantes, los pasajeros; incluso los que se quedan sienten la realidad. La sienten en la piel, que se enchina, y en la mente, que la piensa. Miedo. Cierto riesgo, ¿de qué? Esto tampoco se quiere nombrar.

La ciudad está geográficamente distribuida entre la educación y la economía. Por aquí los más educados, por allá los precarizados; por aquí más violencia, por allá menos. Pero, de cualquier forma, de ésta nadie se salva. Todos, por pertenecer a esta urbe, tenemos derecho a ella.

La desigualdad no se distribuye con precisión entre sur y norte o entre centro y periferia, pero lo cierto es que está entre los encerrados, protegidos por sus bardas y guardias de seguridad; y los expuestos a la oscuridad, la falta de alumbrado, de energía eléctrica, que bien pueden ser los guardias de aquellos. Los expuestos hoy tienen lugar. Si mañana, al despertar, los deseos de los inversionistas cobran vida, será el día en que los expuestos tendrán que encontrar un mejor sitio que habitar. El marginado, por obligación, será “reacondicionado” (si es que este término existe para ellos) y dejará de estar expuesto, dejará de ser público. Tal vez alguno de ellos vuelva a su viejo hogar, ahora ocupado por edificios de “primera clase”, como guardia de seguridad y, tal vez, como trabajadora doméstica.

En la ciudad se determinan las relaciones por la (des)organización de sus calles, entre sus conductores que, con alguna facilidad, consiguen una troca o un coche de segunda mano; conductores más nuevos que aquellas latas, que ignoran intencionalmente lo que indican los colores del semáforo y se olvidan del de al lado, como se olvidan los viejos inquilinos de hoteles vacíos abandonados.

Hasta este instante no podemos decir más de la ciudad. Tal vez podríamos recurrir a una circunstancia, a un hecho; porque hay más circunstancias y más hechos como para no terminar de contar historias, como las que todavía faltan, o las que no sabemos que ya existen. Demos, entonces, una pausa mientras sabemos más de aquí, sin idealizar. Que la pausa sea la bienvenida para recuperar el viento que se ha ido en este invierno y que volverá en los próximos meses con más historias trágicas y felices, con más historias de una realidad como la de acá, que no se puede ignorar allende de nuestras intenciones de construir nuestra propia ciudad-ficción.