La ilusión tridimensional

Eric Rosas

El 10 de abril de 1953 se estrenó en la ciudad de Nueva York la película “El terror en el museo de cera” (House of Wax). El filme, que narraba una historia intrincada de asesinatos ocurridos en un museo de figuras de cera, se convirtió en el primer largometraje que daba la sensación tridimensional; es decir, en la primera película comercial en tercera dimensión (3D). Este efecto de 3D se logra estimulando la capacidad estereoscópica del humano. Cuando nuestro cerebro recibe dos imágenes ligeramente diferentes de una misma escena, entonces es capaz de asignarles una profundidad relativa, que le ayuda a traducirlas como volúmenes en lugar de simples planos.

Al estar ubicados en posiciones diferentes en la cara, los dos ojos captan algunas características diferentes de cualquier objeto que miran y otras que son comunes. Mientras que las similares ayudan al cerebro a establecer puntos de referencia, los rasgos distintos le permiten estimar las distancias relativas existentes entre las diferentes partes de la imagen, mediante el paralaje causado por la diferencia angular de ambas proyecciones. Este paralaje es idéntico al que experimentamos cuando dos individuos observamos un mismo objeto desde posiciones muy apartadas. Cada uno terminará describiendo al cuerpo de forma ligeramente diferente porque percibirá características visibles a uno, pero ocultas al otro.

En la cinematografía una técnica que habitualmente se ha usado para generar la estereoscopia necesaria para las películas 3D, es grabar las escenas con dos capas de color diferentes —casi siempre una tendiente al rojo y la otra al azul—, pero corridas ligeramente, que luego son superpuestas en el proceso final de edición. Cuando el espectador observa la proyección del largometraje a simple vista, verá las imágenes superpuestas de forma borrosa. Por ello debe recibir un anaglifo que le ayude a filtrar cromáticamente las dos escenas de forma nítida y crear así una ilusión tridimensional. Los anaglifos son esos anteojos con marco de cartón, en los que las oquedades frente a cada ojo tienen una película transparente, azul frente al derecho y roja frente al izquierdo.

Estos anaglifos suelen ser baratos de fabricar y desechar, al mismo tiempo que logran cumplir con su cometido de generar imágenes tridimensionales. Cada película filtra una de las dos proyecciones. El azul permite que la imagen coloreada en ese tono sea la que se capte e impide la transmisión de la rojiza, y viceversa. Con esto cada ojo percibe un paralaje acentuado entre las imágenes colectadas por separado y el cerebro puede asignar esta diferencia de distancias más fácilmente, creando la tridimensionalidad deseada… y así, la luz se ha hecho.