Telegrafía sin hilos

Eric Rosas

En el último cuarto del siglo XIX el interés en la comprensión de la electricidad y el magnetismo se intensificó grandemente, sobre todo luego de que Maxwell unificara los postulados demostrados hacía años por Gauss, Faraday y Ampere. Sin embargo, en esa época la concepción del fenómeno electromagnético aún mantenía una fuerte relación con la mecánica, pues inclusive se creía que las “ondas del éter”, como entonces se nombraba a las ondas electromagnéticas —la luz entre éstas—, requerían de algún medio para su propagación, de manera análoga a como ya se sabía que las ondas sonoras necesitaban del aire.

Esta interpretación errónea de la naturaleza no impidió que muchos científicos decimonónicos lograran avances importantes en la comprensión de las ondas electromagnéticas. Tal fue el caso de Oliver Joseph Lodge, quien nació el 12 de junio de 1851 y, a raíz de la publicación de las ecuaciones sintetizadas por Maxwell, se dedicó intensamente a indagar la manera de generar las entonces tan enigmáticas ondas electromagnéticas.

Habiendo producido descargas eléctricas intensas con la ayuda de botellas de Leyden en 1887, para simular rayos y comprender mejor el funcionamiento de los pararrayos, Lodge comenzó a experimentar con pares de alambres paralelos de distintas longitudes. Cuando ensayaba con conductores de 29 metros de longitud, observó de pronto que las descargas sucedían tanto en los extremos como en los puntos medios, lo que coincidía de manera bastante precisa con la longitud de onda de oscilación de las botellas de Leyden que estaba utilizando. Un poco de análisis posterior le llevó a deducir que estaba generando ondas electromagnéticas, casi de manera simultánea a las que también había producido su colega Heinrich Hertz.

Para detectar las ondas electromagnéticas generadas Lodge se auxilió de un instrumento llamado cohesor, que había sido inventado por Édouard Branly y consistía en un tubo de vidrio que contenía partículas metálicas localizadas entre sus dos electrodos. Al momento en que la carga eléctrica transportada por las ondas alcanzaba dichos electrodos, las partículas metálicas se unían permitiendo así la conducción de una corriente eléctrica.

En 1894 Lodge logró que su sistema de generación y detección de ondas electromagnéticas funcionara para una longitud de 55 metros, y entonces entendió que podría mejorarlo para transmitir señales eléctricas a grandes distancias. Haciendo que las señales transmitidas tuvieran duraciones largas y cortas, pudo replicar los puntos y rayas de la clave Morse, para dar lugar al nacimiento de la telegrafía “sin hilos” o inalámbrica, antecesora directa de la radio que hoy todos conocemos… y así, la luz se ha hecho.