Difícil de aceptar

Macario Schettino

Construir un verdadero Estado de derecho, facilitar la inversión en capital físico y financiero, desarrollar el capital humano, son indispensables para que una economía florezca. Pero son también inaceptables para quienes han abrevado del populismo latinoamericano.

En la lógica de este grupo, no debe haber reglas claras, parejas para todos. Al contrario, deben ser reglas que se apliquen conforme convenga. A los enemigos, justicia; a los amigos, justicia y gracia. No debe existir un sector privado autónomo, capaz de decidir en qué y cuánto invierte, sino uno subordinado, que ponga dinero en donde le sea indicado, a cambio de garantías de obtener ganancias extraordinarias. No debe, en fin, haber capital humano, porque cuando las personas piensan por sí mismas, se olvidan quién las sacó de la miseria, según ha dicho una distinguida participante del grupo que está hoy en el poder.

Nada tiene de extraordinario. Así funcionaron las sociedades humanas por miles de años. Un grupo se establecía por encima de los demás, con reglas diferentes, y se arrogaba tanto el manejo del capital como el del conocimiento, así éste fuese de índole religiosa. Por eso, en esos milenios, no hubo crecimiento económico alguno. Y al no existir crecimiento, la riqueza de unos era la pobreza de otros. Y eso tienen muchos en su mente al día de hoy: creen que para que unos sean ricos es necesario que otros sean pobres, y creen que está bien que haya un grupo privilegiado, dueño del poder político (reglas diferentes), del económico (el capital) y del social (conocimiento). Eso, sin embargo, dejó de existir hace varios siglos. En diferentes fechas para diferentes lugares.

Aunque en Occidente siguen quejándose del capitalismo (sin tener claro a qué se refieren), ha sido en los últimos siglos, justamente en esa región del mundo, en donde aprendimos que la riqueza construida sobre el avance tecnológico hace más ricos a todos, al mismo tiempo, pero no en la misma magnitud (y por eso el Estado de bienestar). Es ahí en donde aprendimos que la mejor forma de gobernarnos es con las mismas reglas para todos, y no con distintos conjuntos aplicables a diferentes personas. Y es en este Occidente, en estos últimos siglos, en donde entendimos que el conocimiento es la fuente del avance tecnológico, del bienestar, e incluso del mejoramiento del ambiente. Baste ver el avance de los bosques en Europa y Estados Unidos en las últimas décadas, y compararlo con lo ocurrido en América Latina y Asia en el mismo periodo.

Este esquema no es maravilloso. Lleva consigo algo muy difícil de aceptar: la desaparición del sentido de la vida. No hay un final feliz, ni resurrección de cuerpos y almas, ni un mundo maravilloso esperándonos. Hay simplemente el día a día; el trabajo cotidiano; la preocupación por los más cercanos, pero también por los demás; la búsqueda de unos momentos felices en medio de una vida ciertamente difícil. Antes era peor, como sabemos, pero queremos olvidarlo. Nunca, en toda la historia humana, vivieron tantos seres humanos en tan buenas condiciones como hoy. Condiciones materiales, claro está, porque las otras, la verdad, nadie sabe cómo entenderlas ni medirlas.

Pero este bienestar cotidiano, acompañado de la decepción espiritual, resulta inaceptable para algunos, que nos ofrecen a cambio un mundo utópico, es decir imposible de existir, en el que seremos felices en todas las dimensiones. El dinero es el excremento del diablo, o su progenitor, o lo que sea. Basta un par de zapatos, dice el que vive en un palacio virreinal. ¿No decía eso la Iglesia católica?, ¿no decía lo mismo el populismo/comunismo del siglo 20?

Todos los intentos de mejorar este esquema han resultado en tragedias. Y así será siempre. Lo que tenemos en Occidente no es maravilloso, pero es lo mejor que hemos logrado. Si fuésemos ángeles…

El Financiero