Pedro Castillo, un presidente legítimo

Pedro Castillo ha sido finalmente proclamado como el próximo presidente de Perú. El drama electoral peruano ha terminado con casi mes y medio de retraso tras la celebración de la segunda vuelta, y precedido por el peor ataque contra la democracia del país en las últimas dos décadas. La elección de Castillo es altamente simbólica: el antiguo maestro rural natural de la región de Cajamarca, en la empobrecida sierra norte peruana, será el primer mandatario que llega al poder sin vínculos estrechos con las élites del país, concentradas en Lima. Su investidura, prevista para dentro de apenas ocho días, coincidirá con la celebración del bicentenario de Perú. Es, ciertamente, un mensaje potente que sea un representante de una de las provincias más olvidadas el elegido para guiar los destinos de Perú tras 200 años de historia marcados en exceso por la injusticia, la pobreza y la desigualdad. Pero la elección de Castillo refleja también esa grieta de forma más peligrosa. Si bien es comprensible que muchos de sus compatriotas recelen del nuevo presidente, buena parte de las élites peruanas apoyó en las últimas semanas una inédita campaña de demolición de las instituciones democráticas. La candidata derrotada, la populista de derecha Keiko Fujimori, aseguró ser víctima de un fraude electoral sin tener pruebas e intentó, hasta último minuto, retrasar con artimañas legales la proclamación de Castillo. Ninguna misión de observación electoral internacional detectó las supuestas irregularidades denunciadas por la excandidata. La conclusión honesta es que Pedro Castillo ganó los comicios de forma legítima, por más dudas que plantee su presidencia.

Ofensiva contra las instituciones

Buena parte del empresariado y los grandes medios peruanos, no obstante, participaron activamente en la ofensiva de Fujimori. La campaña desnudó las vergüenzas de algunos políticos antes respetados, que abogaron públicamente por una intervención militar. Y la crisis reveló que las supuestas élites del país están en realidad lejos de serlo. La buena noticia ha sido que, pese a la fragilidad de muchas instituciones peruanas, las autoridades electorales resistieron los ataques contra el Estado de derecho.

En un país de alta volatilidad electoral es difícil vaticinar el futuro político de Keiko Fujimori, pero la hija del último autócrata peruano cuenta ya con méritos propios para asegurarse un lugar sombrío en la historia de su país. Su trayectoria recoge que no solo defendió el controvertido legado autoritario del fujimorismo, sino que encabezó ella misma el mayor ataque contra la democracia tras el fin del régimen de su padre en el año 2000.

El desafío de Castillo

Millones de peruanos tienen buenos motivos para desconfiar de Castillo, tanto por el programa de izquierda radical y los casos de corrupción de su partido, Perú Libre, como por la visible improvisación de su candidatura. No es erróneo constatar Castillo es un presidente mal preparado para asumir el cargo. Y el maestro rural tiene a sus 51 años una de las tareas más complejas en la encrucijada en la que se encuentra su país, duramente golpeado por la pandemia y al borde del desgobierno tras las crisis políticas del último lustro. El “profesor”, como lo llaman sus seguidores, haría por eso bien en buscar apoyos en el centro del espectro político y de la sociedad, aunque ello podría significar que se aleje del ala más radical de Perú Libre. Sería un acto de malabarismo, porque al otro lado tendrá a los sectores más intransigentes de la derecha, que intentarán posiblemente defenestrarlo muy pronto desde el Congreso. Que Castillo muestre la sabiduría y la destreza política necesarias para lograr ese difícil equilibrio sería al final la mayor sorpresa de la convulsa elección del bicentenario en Perú.

DW