Que se vayan todos

Jorge Fernández Menéndez

La consigna Que se vayan todos se hizo famosa en medio de la peor crisis política y financiera de Argentina desde que concluyó la dictadura militar en ese país, en 1983. Eran los primeros días de diciembre de 2001 (ese año maldito en el que tantas cosas cambiaron en el mundo) cuando el gobierno de Fernando de la Rúa, en medio de una dura crisis económica, impuso una medida que popularmente fue conocida como El corralito: para evitar la fuga de divisas, decidió limitar dramáticamente los retiros que las personas podían realizar de sus propias cuentas bancarias. Obviamente, fue una debacle. La medida terminó provocando manifestaciones, bloqueos, ataques a bancos y saqueos a supermercados en las principales ciudades del país.

Para frenar la movilización, De la Rúa tuvo otra idea genial: declaró, el 19 de diciembre, el Estado de sitio. Nadie lo respetó, hubo movilizaciones multitudinarias que terminaron con, por lo menos, 40 muertos. Horas más tarde, De la Rúa renunció y salió del país. La consigna que unificó esas movilizaciones marcadas por la crisis y el hartazgo fue “Que se vayan todos”. La gente estaba harta de los políticos, de los de centro, derecha e izquierda.

La crisis tardó años en saldarse, en las dos últimas semanas de ese diciembre hubo cuatro presidentes y, meses después, en 2003, en una atípica elección, un casi desconocido gobernador de una provincia patagónica, Néstor Kirchner, ganó con apenas el 22% de los votos. Su rival era una figura con un pesado lastre, Carlos Menem, y Kirchner casi no tenía pasado.

El presidente López Obrador ha tomado aquella consigna de Que se vayan todos para reclamar no sólo una reforma al sistema electoral, necesaria, sino para quitar, dice, a todos los integrantes del INE y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. En el camino incluye a miembros de la Suprema Corte, jueces, funcionarios de distintas instancias que no están controladas por el Poder Ejecutivo. En realidad, a la consigna habría que agregarle “Que se vayan todos, salvo los nuestros”.

Es una mala idea. Que se vayan todos es una muy atractiva consigna para canalizar el hartazgo y la indignación, pero, por indiscriminada y absoluta, es también una vía para continuar y profundizar las crisis. Por supuesto, nunca se van todos y los que se quedan con el poder lo terminan utilizando en su beneficio. Néstor Kirchner fue presidente por dos periodos (el primero, muy bueno; el segundo, mediocre), dejó a su esposa Cristina en la presidencia mientras ejercía el poder tras bambalinas, pero murió repentinamente de un infarto y la administración de ésta se desbarrancó en medio de la corrupción. Ganó la oposición, que tampoco se había ido, y tuvo otro pésimo gobierno. Nadie recordó aquellas acusaciones y cuatro años después regresó el peronismo con Alberto Fernández y Cristina de vicepresidenta. Sus opositores quieren recuperar espacios de poder en las elecciones intermedias de las próximas semanas, sin recordar su maltrecha administración. Nunca se fueron.

Esa historia cuenta, de alguna manera, la de la polarización que aquella consigna hizo más presente que nunca. El deterioro social, económico, político, fue la consecuencia.

Si se lograra el objetivo presidencial de Que se vayan todos en las instituciones electorales (ni hablamos de lo que ocurriría si esa consigna se convirtiera en realidad en el Poder Judicial), se abriría una crisis institucional de graves consecuencias. El sistema electoral, tanto en el INE como en el TEPJF, está conformado por consejeros y magistrados que son electos en forma escalonada y se supone que sus cargos son inamovibles.

Detrás del Consejo General del INE existe una compleja y vasta estructura civil, una de las mejores y más eficientes de América, que es la que permite tener elecciones confiables y seguras. Tras la sala superior del TEPJF hay cinco salas regionales, con tres magistrados cada una, y existe una sala especializada para atender asuntos relacionados con recursos partidarios, fiscalización y actos anticipados de campaña. En el INE y el Tribunal a veces aciertan y en otras ocasiones se equivocan, pero no se puede pedir Que se vayan todos porque en alguna ocasión fallaron en contra del gobierno en turno y su partido, de la misma forma en que en muchas otras veces lo hicieron a favor.

Que se vayan todos, en este caso, no sólo destruiría una estructura electoral de miles de integrantes en todo el país, conformada por un muy eficiente servicio civil de carrera, sino que nos adentraría en una crisis constitucional que ahondaría —hasta hacerla irreversible— la polarización que ya vivimos.

Alguien alegará que en 1994 el gobierno de Zedillo pudo desaparecer la Suprema Corte para realizar una muy profunda reforma que le dio origen al actual sistema judicial. O se podrá decir que en 2007 se movieron integrantes del entonces IFE y se designaron nuevos integrantes en medio de una reforma electoral. Es verdad, pero esas reformas se construyeron con acuerdos políticos de consenso que incluyeron a casi todo el espectro partidario. Hoy se quiere hacer unilateralmente.

Excélsior