De lapislázuli y cochinilla

Eric Rosas

Las distintas sociedades desarrollaron un gusto muy especial por los colores, porque las vestimentas teñidas permitían a sus portadores resaltar entre sus congéneres. Ricos y poderosos lucían coloridos ropajes, mientras que los menos favorecidos vestían prendas blancas o pardas. Por ejemplo, los clérigos de alto rango —purpurados— usaban el púrpura, el carmesí o el violeta. Reyes y miembros de la alta nobleza se distinguían de los plebeyos al ataviarse con ropas celestes.

Ambas tonalidades eran muy difíciles de obtener, pues para su elaboración se necesitaba recolectar grandes cantidades de unos caracoles marinos llamados púrpuras, a fin de extraerles la tinta para oxidarla; o encontrar alguna veta del escaso mineral nombrado lapislázuli para molerlo hasta convertirlo en polvo. Durante la Edad Media los reinos europeos importaban de África y Asia una inmensa proporción de los tintes orgánicos que consumían. El descubrimiento de América permitió aumentar la variedad de colorantes, que se extraían de insectos como la cochinilla (rojo), moluscos como el pulpo sepida (sepia), plantas como la gutagamba (amarillo mostaza), raíces como la de granza (rojo, rosa y naranja), o frutos como el mirabolano (amarillo y verde).

Pero la creciente demanda de estos colorantes impulsó a muchos científicos decimonónicos a explorar otras maneras de producir estos tintes orgánicos de manera sintética; es decir, a partir de sustancias diferentes a las que se extraían de los insectos, plantas, raíces, minerales, moluscos y frutas que los generaban de manera natural. Entre estos modernos “alquimistas” uno muy exitoso fue Pierre Jacques Antoine Béchamp, quien nació el 16 de octubre de 1816 y logró desarrollar un proceso químico barato —denominado la reducción de Béchamp— para la producción de la anilina.

Este tinte sintético, cuyo nombre oficial es fenilamina, pero se conoce también como bencenamina o aminobenceno, es un líquido amarillento y aromático, resistente a la evaporación a temperatura ambiente y relativamente soluble en agua. Su producción a gran escala y bajo costo facilitó la síntesis de otras tinturas, como la safranina (rojo básico 2), la fucsina (violeta 19) y la indulina (azul o rojo azulado), detonando el surgimiento de la industria de los colorantes orgánicos a mediados del siglo XIX.

Actualmente es posible sintetizar una infinidad de tintes y pigmentos en prácticamente cualquier tono del espectro cromático. Funcionan como colorantes de textiles, cabello y hasta alimentos, gracias a que sus estructuras orgánicas absorben selectivamente algunas longitudes de onda de la luz que reciben y reflejan únicamente aquéllas del color del que lucen… y así, la luz se ha hecho.