AMLO y ser mujer en La Montaña de Guerrero

Jorge Fernández Menéndez

En la larga serie de declaraciones desafortunadas que ha pronunciado el presidente López Obrador en las últimas semanas, pocas, quizá ninguna, lo ha sido tanto como la defensa que intentó ofrecer en La Montaña de Guerrero sobre la venta de niñas y jovencitas. Según organizaciones independientes especializadas en trata de personas, unas 300 mil niñas han sido vendidas en México en esas zonas indígenas.

Para el presidente López Obrador ése no es un problema: “Es una campaña que se genera de quienes no conocen las comunidades, ni conocen de las culturas de los pueblos, la pregunta que me hacían es a ver ‘¿qué nos dice o viene a ver lo de la venta de las niñas, lo de la prostitución de niñas?’. No, no vengo a ver eso, porque eso no es la regla en las comunidades, hay muchos valores culturales, morales, espirituales, eso puede ser la excepción, pero no es la regla. ¿Qué acaso entonces la prostitución nada más está con los pobres?… es muy enajenante el manejo de la información o, mejor dicho, la información que se transmite para distorsionar, para deformar las cosas”, afirmó el Presidente.

No es verdad, señor Presidente. No es una campaña, es una realidad cotidiana que afecta a comunidades enteras. Claro que la prostitución no es una práctica exclusiva de los pobres, pero la venta de niñas cuando llegan a los 12 años sí es una práctica de las comunidades indígenas amparada en los “usos y costumbres”, que suelen ser invocados para mantener prácticas violatorias de los más elementales derechos humanos.

El presidente López Obrador no lo ve así: cuando era jefe de Gobierno, justificó en los usos y costumbres que en comunidades de la Ciudad de México se linchara o quemaran vivos a presuntos delincuentes, incluyendo a agentes de la Policía Federal en Tláhuac. La venta de niñas y mujeres es tan generalizada que acaba de ser prohibida por ley en Oaxaca (aunque la práctica sigue viva en toda la zona triqui y en otras regiones del estado) y los usos y costumbres no pueden ser esgrimidos para violaciones evidentes de los derechos humanos, usos y costumbres que, además, suelen ir acompañados de evidentes violaciones a los derechos básicos de las mujeres, las niñas y los jóvenes, y en los que se amparan innumerables delitos, como la tala clandestina, el narcotráfico, el tráfico de personas y la anulación de derechos políticos, como votar y ser votado.

Nadie duda que existen valores en las tradiciones indígenas que deben ser preservados, pero los usos y costumbres no pueden ser la coartada para mantener prácticas que son sencillamente inaceptables. Una organización que no puede ser siquiera sospechosa de neoliberalismo o conservadurismo en la peculiar concepción presidencial, el centro de derechos humanos de La Montaña Tlachinollan lo denunció apenas en mayo pasado, demandando que los gobiernos estatales y federal prohibieran totalmente la venta de niñas. Unas 300 mil niñas han sido vendidas, según estas estimaciones, en México.

Las niñas son vendidas a los 12 años en las comunidades indígenas de La Montaña y eso provoca que la maternidad llegue a muy temprana edad. Normalmente quien las compra paga una dote, algo que se ha mercantilizado tanto que al final puede convertirse simplemente en un pago con un animal o una cantidad determinada de cerveza.

Obviamente, las mujeres no deciden nada y no hay forma de revertir la decisión paterna. Las mamás y las abuelas se supeditan a lo que determina el padre. Las hijas no tienen ni voz ni voto, simplemente tienen que acatar el acuerdo de los mayores. Se trata de un sistema de dominación regido por los hombres (particularmente los ancianos) que impiden incluso que las mujeres mayores salgan en defensa de sus hijas o nietas.

Una vez concertado el matrimonio, la nueva esposa se va a vivir a la casa de los suegros, donde se transforma en la criada de la familia del esposo. Tiene que levantarse temprano para preparar la comida que se llevará el marido al campo y, cuando es temporada de siembra, debe levantarse a las 3 de la mañana, pues una vez preparada la comida tiene que ir al campo a trabajar. El centro La Montaña Tlachinollan explica que la realidad es aún más trágica, por la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres, quienes ejercen la autoridad en la casa y en las comisarías, y se manifiesta con golpes, lesiones y asesinatos.

Si hay un señalamiento del hombre y su familia de que la esposa no está cumpliendo con los deberes de la casa, se le reprende y se le encarcela. Citan a sus padres y les llaman la atención porque no enseñaron a su hija a trabajar. El padre, en lugar de salir en defensa de su hija, la reprende públicamente y, en ocasiones, es objeto de castigos corporales. Con estas actuaciones la violencia se comunitariza contra las mujeres que carecen de recurso alguno para ser escuchadas y defender sus derechos.

Esa realidad no le preocupa al Presdiente cuando va a las comunidades de La Montaña. Ésa, dice, no es la regla en las comunidades. Claro que ésa es la regla, pero aunque no lo fuera, ¿los derechos de una sola niña no tendrían que ser defendidos por alguien con tanta autoridad moral como un presidente de la República?

Excélsior