El vampiro de la Zona Rosa

Héctor De Mauleón

En el cine de barrio en el que transcurrieron las tardes de sábado de mi infancia, y al que mi abuelo nos llevaba para escándalo de su esposa (una nube de niños mirando cosas “impropias), vi por primera vez aquella historia perturbadora, extraña.

Era muy rara entonces la música de las películas. Más tarde supe que quería imitar la de los filmes franceses. También eran raras aquellas películas: después de diez minutos no pasaba nada.

De pronto un hombre joven sacaba un libro de un estante y sobre sus palmas abiertas caía una mezcla de polvo de oro y escama grisácea. Era un libro de la infancia. No sé si “Las aventuras de Tom Sawyer”, porque solo sé que de entre las páginas manchadas caía revoloteando una tarjeta blanca en la que estaba escrito:

“Amilamia no olvida a su amiguito y me buscas aquí como te lo dibujo”.

Ese joven —el “Carlos” de la película “Muñeca reina”, inspirada en un relato magistral de Carlos Fuentes—, era el actor Enrique Rocha.

Qué largo y aburrido resultaba entonces todo aquello: no había persecuciones, tiroteos, balazos. No estaba Milady de Winter, ni Huckleberry Finn, ni Genoveva de Brabante.

No había hijos desagradecidos con sus padres, ni mozas raptadas por caballerangos, ni viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigían la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada.

Solo había ese “Carlos” que, dueño de un despacho, ligeramente aburrido de acostarse con secretarias (la entonces famosa Anel encarnaba a una de ellas), decide ir en busca de “Amilamia”, la amiga que tuvo en la infancia.

Cómo me adormecía la música de Manuel Enríquez y esa historia que entremezclaba recuerdos con partidos de pócar, escenas de las que escandalizaban a mi abuela, y un viaje en camión por la ciudad. Pero la película avanzaba. “Carlos” iba en busca de la casa de Amilamia y encontraba en el parque de su infancia los mismos olores, “todo igual”.

Al fin en la casa, los padres de la niña le decían que “Amilamia” había muerto a los siete años… y luego lo llevaban a una habitación, una cámara real de la muerte, en la que, rodeada de cirios y flores, yace dentro de un ataúd una muñeca de porcelana y pasta y algodón: el falso cadáver de “Amilamia”, que sus padres siguen venerando…

En ese tiempo “Carlos” aparecía también en la telenovela “Mundo juguete”, que todo México vio, y era la voz de una larga fila de comerciales.

Ahí estaba aquel joven melancólico, que hacía hasta nueve películas por año, y aparecía diariamente en las pantallas de la Stromberg-Carlson que había en la sala, interpretando al tío “Polo” Balboa.

Ahí estaba otra vez en una comedia divertidísima de Mauricio Garcés (“Modisto de señoras”), interpretando al simpático y amanerado modisto Perugino.

Ese “Carlos” cubría muchas tardes de cine, muchas horas de televisión. Su voz grave y profunda era de alguna manera el telón de fondo de mi infancia, de mi adolescencia, de mi generación.

Muchos años más tarde —porque siempre llega uno tarde a los libros y a las películas—, lo encontré en el papel principal de la extraordinaria película “Los bienamados”, de Juan Ibáñez (1965), rodeado de un elenco de lujo: Leonora Carrington, William Styron, Juan García Ponce, José Donoso, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes, y Arabella, la hermosa hija del presidente de Panamá Jacobo Árbenz.

Qué emoción encontrarlo años después en una cena en casa de Emmanuel Carballo y escucharlo contar cómo llegó por accidente al ensayo de una obra de teatro dirigida por Juan José Gurrola: uno de los actores, Juan Ibáñez, no se había presentado, y el director le pidió que subiera a leer sus parlamentos. A Gurrola le impactó su voz, “y lo supuestamente bien parecido que era”, diría “Carlos” en aquella cena.

Saltó al teatro (hizo “Hamlet”), saltó al cine (“Guadalajara en verano”), saltó a la telenovela (“La mentira”, con Fanny Cano). Y de pronto, a los 25 años, se encontró en Nueva York filmando la película que lo consagró: “Un alma pura” (uno de los dos episodios de “Los Bienamados”).

Desde antes de convertirse en “Carlos”, el jovencísimo Enrique Rocha era ya una presencia obligada en el mundo feliz y despreocupado, tremendamente snob, de los cafés, los restaurantes y las galerías que alguna vez hicieron hervir la Zona Rosa. Carlos Fuentes lo bautizó precisamente así: “El vampiro de la Zona Rosa”.

Para tragedia de México, el pujante cine en el que Enrique Rocha debutó, iba a desvanecerse demasiado pronto, devorando a la generación de Medio Siglo.

La muerte de Rocha habla un poco del fin de todo aquello, una época increíblemente viva, y tan llena de cosas.

Pienso en aquella noche en casa de Carballo y en todas las cosas que quise preguntar para tener el retrato completo de lo que fue ese México, y lo que fue mi infancia.

El Universal