La civilidad del gran anfitrión

Federico Reyes Heroles

Las esquelas invadieron los diarios. Ocurre con las personas muy ricas, poderosas o creadores notables. No era el caso. Pero era excepcional. El nombre dice poco a los jóvenes. Quién era.

Excepcional por la energía que lo acompañó hasta el final de su larguísima vida. Muy delgado, deportista, parecía siempre tener prisa. Sus ojos —con algo de picardía— brincaban de un sitio al otro. Lo asaltaban las ideas. Abogado de origen, de la UNAM, institución que adoraba, con estudios en NYU y experiencia en el litigio, como él mismo contaba, devino en banquero por casualidad: el presidente del consejo de City Bank lo invitó a incorporarse a la institución.

El salto lo troqueló, conoció la potencia de las instituciones de crédito. La imaginación financiera corrió por su sangre. Prosperar era su consigna ética. Imaginaba negocios donde no había nada. Apoyado por don Rodrigo Gómez, don Carlos Trouyet y don Manuel Gómez Morin, vaya triada, José Carral consiguió algo atípico: ser cabeza del Bank of America en México. Atípico, porque en el mundo bancario se sugiere que quien representa a una institución en otro país no sea nacional de ese país. ¿Qué vieron en José Carral para hacer una excepción? Desde allí el joven banquero defendió la internacionalización de la banca. Eran tiempos de estatismo, de economías cerradas, el intercambio comercial era visto con recelo y sospecha. Qué diablos quería ese mexicano apoyando a un banco del IMPERIO.

Pasó el tiempo, décadas, y la historia le dio la razón: abrir las economías traía bienestar, se cruzaban experiencias productivas y comerciales. Desde el banco apoyó las exportaciones mexicanas de café y algodón, dio créditos a la industria pesquera y a empresas manufactureras que podían penetrar en otros mercados, algo poco usual en esos tiempos, mediados de los años cincuenta. Fue esa convicción que, huelga decir, se adelantó mucho a la llamada globalización de los ochenta, la que le permitió mostrar a los empresarios mexicanos oportunidades de inversión. Apoyó los cheques de viajero, ¡inédito!, las tarjetas de crédito.

Pero por arriba de cualquier negocio, su gran pasión era México, por eso miraba con obsesión el desperdicio de nuestros mares y sus potencialidades. Por eso, más que un viajero, era un inspector de lo que se podría hacer en nuestro país o hacer mejor. Los apoyos recayeron en la petroquímica, el acero, la aviación, con una cartera que llegó a los más de 3 mil mdd. Fomentó la inversión extranjera, convencido de su efecto modernizador. Conocía bien a su país y se ufanaba de ello. Lector de nuestra historia declaró en una entrevista “…el capítulo más positivo que yo encuentro en mi país es la fusión entre el imperio español y los reinos prehispánicos… el más negativo es la lucha fratricida entre los mexicanos en el siglo XIX…”. Por esa pasión por México fue consejero del Museo de Antropología y también del Museo de San Ildefonso, entre otros. Melómano discreto, gozaba de una cultura musical que le venía de su familia, de los años de destierro en París por la persecución en contra de su padre durante la Guerra Cristera. Asistía con frecuencia acompañado de su eterna compañera, Manona, a los conciertos en la sala Nezahualcóyotl.

José Carral dedicó las últimas décadas de su vida a presidir el Club de Industriales, lo hizo crecer y fortalecerse. Pero quizá lo más importante sea que ese sitio se abrió a todo tipo de debates económicos, políticos, culturales del más alto nivel. El desfile de personalidades de todo el mundo propiciado por ese gran anfitrión ha enriquecido la vida nacional. Con respeto y elegancia que le eran consubstanciales, Carral sentó a adversarios, exhibió experiencias internacionales, con presentaciones de libros, exposiciones, convirtiendo al CI en un sitio de encuentro civilizado entre los diferentes, de cruce de información e ideas.

Su gran legado entonces es su visión civilizatoria.

Adiós, querido “Pepe”, y muchas gracias.

Excélsior