Grito

Macario Schettino

El actual gobierno ha decidido impulsar políticas públicas que ya se probaron y no funcionaron. Es el caso de las empresas de gobierno en el sector energético, cuya protección implica falta de competencia y, por lo mismo, dificultad de abasto y precios elevados, además de corrupción. Es también lo que ocurre con programas sociales asistenciales, que no resuelven las causas de la pobreza o vulnerabilidad, pero sí generan clientelismo. Se trata de malas ideas, insisto, que ya probamos antes y cuyo fracaso nos hundió en largos años de crisis.

Eso, sin embargo, no es ilegítimo. Es una mala idea y desembocará, como en la ocasión anterior, en un problema serio de finanzas públicas, enojo popular y largos años de reconstrucción, pero el gobierno que fue elegido democráticamente tiene el derecho de impulsar las políticas que le parezcan convenientes. Quienes no estén de acuerdo pueden promover obstáculos a esas políticas, o incluso detenerlas mediante los instrumentos que ofrece la ley.

Sin embargo, cuando desde el gobierno se pasa de esa lista de malas políticas a la destrucción institucional, el asunto cambia. Cuando se derrumba el entramado legal, las piezas de la administración, los contrapesos, para centrar todo en la voluntad de una sola persona, ya no se trata de una opción legítima y democrática, sino de un golpe a la democracia desde la cúspide del poder.

Es en ese contexto que debe leerse el discurso del general secretario, disfrazado del generalísimo Cresencio, subordinándose a un proyecto político. Es en esa lógica que debe entenderse el decreto por el que el Presidente queda por encima de la ley, a partir del cual sus decisiones ya no deben someterse a estudios de impacto ambiental o protección civil, ni su ejercicio puede transparentarse y ser sujeto de escrutinio. No, el Presidente queda por encima de la sociedad, porque en él se concreta la voluntad popular, el designio divino, el futuro de la patria.

Eso es inaceptable. Y cuando se suma a ello el ataque constante a la autoridad electoral, la promoción descarada de su sucesora, la demolición de los centros de pensamiento, lo que queda claro es que avanzamos hacia una restauración autoritaria. La elección con la cual llegaron al poder no legitima eso. La sociedad no puede permitirlo.

Es por eso que hay que celebrar la convocatoria a la construcción de un Frente Cívico Nacional que pueda encauzar las diferentes perspectivas de una sociedad que quiere seguir viviendo en democracia. Porque nunca coincidiremos todos en qué exactamente debemos hacer en materia económica, en educación, en política exterior, en nada. Pero sí podemos coincidir, y debemos hacerlo, en mantener un ambiente favorable a la discusión, al disenso, a la pluralidad. Eso es la democracia, y eso es lo que debe defenderse.

Este próximo sábado, decenas de organizaciones y centenares de personalidades confluirán en el establecimiento de un comité promotor del Frente Cívico Nacional, que puede servir de cauce, insisto, a una sociedad civil que ha superado a los partidos políticos desde hace tiempo, pero que requiere coincidir con ellos para crear una opción política real, que permita el mantenimiento de los contrapesos indispensables en la democracia. No se trata de una o dos figuras populares, o uno o dos críticos o intelectuales, se trata de agrupar a todos los interesados en mantener la democracia en México.

Si, en democracia plena, gana una opción u otra, el abanico de políticas públicas que elijan será legítimo, aunque pueda ser equivocado. Pero si se busca destruir la democracia, no hay legitimidad posible. Cuando el ataque a la democracia viene desde el poder, es algo peor, como el autócrata y su generalísimo deberían saber.

Si no lo saben, o quieren ignorarlo, la sociedad en pleno debe gritárselos. La construcción del Frente Cívico Nacional puede, debe, ser ese grito.

El Financiero