Vivir del aire

Jorge Fernández Menéndez

Lo ocurrido en la mañanera del viernes, cuando el presidente López Obrador, violando la ley y el derecho a la privacidad, dio a conocer los supuestos ingresos del periodista Carlos Loret de Mola, con una gráfica descuidada, llena de errores y faltas de ortografía, con una catarata de agresiones contra ese comunicador, contra los medios, contra los periodistas, desgraciadamente confirma lo publicado, ese mismo día, por el semanario The Economist: México ha dejado de ser una democracia para convertirse en un sistema híbrido, con formas democráticas, pero con creciente autoritarismo y falta de derechos.

Antes de abordar otros capítulos del tema, hay que partir de un principio: Loret puede estar equivocado o no, se puede o no estar de acuerdo con él o con su información, pero es un profesional reconocido que tiene todo el derecho a ejercer su profesión y que es calificado por sus lectores, oyentes, televidentes y, por supuesto, por las empresas que le pagan su salario para que cumpla con esa responsabilidad. La enorme mayoría de los comunicadores trabajamos para empresas privadas, que nos contratan, nos pagan, en muchas ocasiones bien, y nos ofrecen un espacio para trabajar en libertad. Los ataques y descalificaciones recurrentes contra muchos de nosotros no dejan de ser un acto de autoritarismo y un intento de censura, pero de presión también para las empresas de medios.

El Presidente tiene derecho a polemizar con los periodistas, pero no lo hace: insulta y descalifica. El Presidente por definición debe ser mesurado porque sus dichos se pueden transformar en agresiones de todo tipo, impulsadas o no voluntariamente por su gobierno. La mesura debe ir de la mano de la transparencia. El Presidente, por ejemplo, podría haber desmentido con datos, la información de que su hijo vivió dos años en una muy lujosa propiedad de la petrolera Baker Hughes en Houston, mientras esa empresa recibía fuertes contratos de Pemex.

Lo único que vimos, además de una ira mal contenida, que no es digna de un primer mandatario, fue una aclaración del director de Pemex sobre los contratos de esa empresa, los cuales, por cierto, no desmintió en ningún momento: existen e incluso han sido ampliados. ¿Hay algún delito en que José Ramón y su esposa Carolyn Adams vivan en la casa de un contratista de Pemex? Existe un conflicto de interés que genera preguntas: ¿fue rentada la casa? ¿Cómo se rentó? ¿Quién paga la renta? ¿De qué vive José Ramón o vive de los ingresos de Carolyn? ¿Cómo mantiene el tren de vida del que goza? Son preguntas legítimas.

El presidente López Obrador desconoce mucho del mercado laboral porque nunca ha trabajado, ni un día, en un empleo que no sea del gobierno y ha pasado muchos años sin cargo alguno. El primer mandatario descalifica a quienes ganan más que él, es un salario autoimpuesto, pero durante años, amigos cercanos cubrían sus necesidades y las de sus hijos y esposa, y estaban en su derecho, él de recibir esos apoyos, y ellos de ofrecerlo. Ya no. Desde diciembre de 2018, López Obrador es el presidente de la República; José Ramón es su hijo y Baker Hughes, un contratista de su gobierno. No sé si hay delito en ello, pero sin duda hay un conflicto de intereses evidente.

La falta de relación del mandatario con el mercado laboral y una ideología añeja, lo llevan a pensar que es más legítimo ganar poco en la vida que ser exitoso y bien pagado. Pero eso ocurre cuando, con sus 130 mil pesos mensuales de salario como Presidente, es evidente que no puede mantener el nivel de vida que tiene, ni él ni ningún otro presidente. En ese sentido, el salario es simbólico: un presidente tiene dónde vivir (y Andrés Manuel dejó las oficinas y la residencia de Los Pinos, más económicas, eficientes y austeras para irse a vivir nada más y nada menos que al lujosísimo e ineficiente Palacio Nacional) y ese techo cuesta millones de pesos. Además, tiene todos los gastos y los de su familia cercana, cubiertos. Eso incluye traslados, movimientos, automóviles, ropa, alimentos y cualquier otro consumo.

No es para asombrarse: un presidente, López Obrador o cualquier otro, necesita de una infraestructura y unas condiciones de trabajo y vida que implican gastos muy altos, como ocurre con cualquier profesional calificado y cualificado (como un periodista o médico, es lo de menos) que quiera cumplir con su labor. Es una cuestión de eficiencia que el Presidente no valora: no tiene sentido que el mandatario pierda tiempo y vulnere su seguridad y vuele en avión de línea cuando puede hacerlo, debería, en alguno de los aviones propiedad del gobierno, de autoridades civiles o militares. Es absurdo que se quiera exhibir como un gesto de austeridad vivir en Palacio Nacional y no en Los Pinos. Hoy, un espacio en creciente abandono. Hemos perdido unas muy dignas instalaciones presidenciales y la sociedad ha perdido un Palacio Nacional que gozaba como lo que es, un museo.

Pero regresemos al principio, el Presidente está enojado, intolerante, exigente más allá de su derecho, pero debería estarlo con su propia administración: ni la economía, ni la seguridad ni las inversiones ni la política social, educativa o de salud registran avances, en todo hay retrocesos. Es hora de serenarse y concentrarse en gobernar, asumiendo que los resultados de su administración son pobres. Y que el tiempo se le acaba.

Excélsior