La realidad

Macario Schettino

Todas las sociedades humanas, desde hace al menos 15 mil años, requieren de una estructura de poder para funcionar. Esa estructura es jerárquica, y la posición que se ocupe en ella permite incrementar las posibilidades de cumplir las necesidades básicas de cualquier ser vivo: sobrevivir y reproducirse. Dicho más claramente: los seres humanos buscan elevar su estatus para con ello vivir mejor, conseguir mejor pareja y facilitar el éxito de su descendencia.

No hay duda de que la posición en la jerarquía puede utilizarse para impulsar al grupo entero. Eso buscan los directivos de las empresas, porque es mejor serlo de una exitosa que de una fracasada; y eso mismo los políticos, que prefieren encabezar movimientos poderosos que débiles. Pero, al final, lo que cuenta es la mejoría individual, del grupo cercano, del grupo ampliado y la del resto, en ese orden.

Por eso es tan molesto el discurso político, porque el ofrecimiento de luchar por los demás, del bienestar, de primero los pobres, es siempre una fachada para ampliar el apoyo y conseguir un objetivo mucho más simple: el mejoramiento individual y del grupo cercano. Es por eso que se requiere de mecanismos externos a la persona para evitar los excesos que el poder permite. En países con una larga tradición democrática, esos mecanismos existen desde la cultura cívica y política, que moderan comportamientos que en otros países, menos avanzados en esto, son naturales. Por eso sólo alguien llegado de fuera del sistema político, como Trump en Estados Unidos, es capaz de actuar sin límites internos y poner a prueba las instituciones.

México tiene una brevísima historia democrática. En mi opinión, sólo ha existido desde 1997, y creo que desde 2018 el deterioro ha sido constante, como ya lo reflejan mediciones externas. No estamos solos en ese derrumbe, desde 2014 es muy claro el retroceso democrático en el mundo. En nuestro caso, con tan poca experiencia, el golpe puede ser mucho más severo, y convertirse francamente en la restauración autoritaria que desde hace tiempo hemos comentado en esta columna.

El grupo que tiene hoy el poder en México lo obtuvo actuando con mucha agresividad y prometiendo demasiado. Por más de 20 años, actuaron siempre en los linderos de la ley, rebasándolos con frecuencia, amparados en la amenaza del tigre para salirse con la suya. Han afirmado, en ese mismo periodo, que su preocupación son los demás, que trabajarían para mejorar el bienestar de las mayorías, y que contaban con un capital moral muy superior al de cualquier otra fuerza política.

Su actuación fue cierta, la ley no les importa; sus promesas fueron falsas, realmente no les importa nadie. No es sólo la evidencia palmaria de su corrupción, desde hace décadas, a la que ahora se suma el tráfico de influencias, es también el amplio desprecio por el bienestar de los demás (desabasto de medicinas, pésima atención de la pandemia, nulo apoyo económico en el confinamiento) y por sus derechos (abandono de apoyos a mujeres, persecución de críticos, agresión directa a periodistas).

El caso emblemático es, por supuesto, López Obrador, un narcisista patológico al que no le importa nada, que de todo se victimiza, incluyendo ahora el tráfico de influencias de su hijo, que él interpreta como un ataque a él mismo. Un psicópata que se ha reído de las masacres, que ha acusado a los niños que no tienen medicinas para el cáncer de golpistas, que ha menospreciado las 700 mil muertes por una pandemia mal manejada, pero que ahora derrama unas lágrimas por el sufrimiento de sus hijos. Un maquiavélico que amplía su ataque a las instituciones pidiendo ahora al Inai que investigue a periodistas, para con ello debilitar al instituto, como ha hecho con el INE.

Nunca debieron creer en él, pero ahora menos.

El Financiero