Federico Reyes Heroles
¿Cómo se imaginó el final? ¿De verdad creía que sus estrategias conducirían a una mejoría? ¿O fue ingenuidad y no calculó los efectos de sus palabras y actos? ¿Pero, y su astucia?
Pensó que amenazando y atacando con vilezas al sector privado iba a lograr inversión y crecimiento. Van cuatro años de virulencia. Resultado: la inversión no se recupera y la economía da tumbos. Sembró desconfianza y miedo; cosecha lo que corresponde. ¿Creyó que insultando a las burocracias, recortándoles los salarios, despidiendo sin miramientos, obtendría un gobierno profesional? ¿Por qué desmantelar a las instancias del Estado? Lealtad versus capacidad propiciaron arribismo y corrupción que hoy todo lo invade. ¿Nueva moral? No, simple envilecimiento del servicio público. Hoy los “leales” ya se despedazan, ven el naufragio y huyen.
Pensó que destruyendo el sistema de salud beneficiaría a los mexicanos. Nadie le advirtió sobre los riesgos del desabasto de medicinas y del dolor social irreparable que traería. O no quiso escuchar. Creyó que mintiendo todos los días iba a cambiar la realidad, que los mexicanos somos tan elementales como para aplaudir sus conferencias amañadas con preguntas a modo, quedando cautivados para siempre. Me equivoqué, me fallaste, mea culpa, mientes, son hoy expresiones comunes. Hacen bien en reconocer su engaño, su desilusión, que es la de millones, allí están los números electorales. Apostó por intimidar a los medios olvidando que ellos son poder permanente y no transitorio como el suyo. Grave error. Pero, insisto, algo no cuadra.
Su trato a las mujeres mostró indolencia, desprecio, insensibilidad. ¿Qué político se pelea con ellas? Y claro, al no tomar las medidas urgentes, y gastar en sus caprichos, llegaron las consecuencias: la violencia de género galopa y el feminicidio es una vergüenza nacional. La última fotografía de Debanhi y las múltiples marchas ya marcan su gestión. Y qué decir del desdén hacia la niñez. Qué tipo de ser humano es el que navega por la vida sin tener empatía con los más débiles. No pensaron que eso se revertiría, que las mujeres y los padres alzarían la voz, que las pensiones a adultos mayores no compran sus conciencias.
Qué les hizo pensar que el insulto era una forma eficaz de hacer política, insultos genéricos a profesionistas, a científicos, a egresados de universidades. Aún peor, a naciones enteras, a sectores sociales: las clases medias “aspiracionistas” en un país en el cual la mayoría se autoidentifica como “clase media”. ¿De verdad creyó –lo aplica todos los días, un absurdo incomprensible– que denostando a adversarios y polarizando artificialmente, él saldría vencedor? Esa polarización ya se le revirtió.
Cada vez menos lo apoyan en las urnas. Desesperado por su fracaso, en el paroxismo del delirio llama “tontos” a sus interlocutores obligados, los invita a “rebelarse” justo cuando más los necesitaba. Y ya en los límites de la cordura, lanzan una campaña contra los “traidores”, ya circulan las “fichas” de los legisladores que osaron votar en contra. ¡Invitan a “fusilamientos”! Esto es fascismo, díganlo, nos reclamaría Hannah Arendt. Ahora resulta que los representantes de casi dos tercios de la población son “traidores”. Más veneno como reacción de un animal de ponzoña. Algo no cuadra, es demasiado burdo, contrario a sus propios intereses.
O quizá partimos de un supuesto falso: jamás deseó la unidad del país, jamás quiso su prosperidad ni aceptó, en los hechos, defender la legalidad, por eso es el primero en burlarse de ella. Dimos por hecho que quería conducir al navío a buen puerto, pero ha realizado todo lo contrario.
El odio nubla el entendimiento. O quizá se desea algo muy diferente: provocar un gran incendio. Así, todo se entiende. Está en los ciudadanos evitarlo.
Amenazar a legisladores, a instituciones (INE), extorsionar a periodistas, en suma, incendiar a una nación, eso sí cabe en el tipo penal de traición a la patria.
Excélsior