Corrupción, la oportunidad perdida

Jorge Zepeda Patterson

El problema con el pañuelo blanco que solía portarse en el bolsillo es que lejos de liberar al dueño de la suciedad que buscaba limpiar, este se convertía en portador de ella. Cada vez que en su conferencia mañanera el presidente Andrés Manuel López Obrador sacude su pañuelito blanco para ilustrar el estado prístino de su administración, porque “la corrupción ha sido desterrada”, solo se me ocurre pensar que si el pedazo de tela está limpio es porque no ha sido usado. Algo parecido, me temo, ha sucedido con el combate a la corrupción.

Salvo entre quienes le tienen especial ojeriza, el Presidente goza de una imagen de austeridad ganada a pulso. El deseo de enriquecimiento, un rasgo congénito de la clase política, no forma parte de su acervo personal de demonios. Eso, y su reiterada promesa de una renovación ética profunda de la administración pública, convertían al combate a la corrupción en una de sus banderas más atractivas. Tras casi cuatro años en el poder, no parece que esa promesa está en camino de formar parte del legado que deja tras de sí la llamada cuarta transformación.

Ciertamente hay avances en lo que toca a usos y costumbres de la burocracia, particularmente en las altas esferas. La narrativa en contra del uso personal del patrimonio público, del gasto suntuario y el derroche forman parte de un nuevo paradigma en materia de lo que es “políticamente correcto”. Tomar el helicóptero oficial para ir a jugar golf, una práctica antes sistemática, se ha vuelto prohibitiva para cualquier gobernador. Mostrar el Rolex de colección ya no es un rasgo de sofisticación sino de abuso y, eventualmente, muestra palpable de enriquecimiento inexplicable. Son cambios que se agradecen, sin duda, pero remiten a los aspectos más superficiales de la corrupción. Obligan a los funcionarios a ser más recatados en la exhibición de sus abusos, pero no eliminan la fuente fundamental de la que se nutren: la impunidad en la desviación de recursos presupuestales o el uso personal de los privilegios del Estado.

El escándalo entre el ex consejero jurídico de la Presidencia y el fiscal general de la República, dos de los hombres más poderosos del sexenio de López Obrador, exhibe el fracaso de la 4T para imponer un nuevo orden moral efectivo en la vida pública. Pero sobre todo muestra la aversión de la Presidencia a limpiar a su círculo íntimo. La inacción de Palacio ante las mutuas acusaciones de corrupción que ambos han esgrimido, con pelos y señales, replica el desinterés que en casos similares ha mostrado el líder que prometía limpiar los abusos como a las escaleras: “de arriba hacia abajo”.

Colaboradores que se han vuelto insostenibles por las tropelías detectadas en oficinas bajo su responsabilidad no desaparecen de la escalera, sino simplemente son recolocados en otras áreas, en ocasiones en pisos superiores. Es el caso de Ignacio Ovalle, ex director de Seguridad Alimentaria Mexicana, Segalmex, convertido hace unos días en responsable de la relación del Ejecutivo con gobiernos estatales y municipales, pese a la investigación de un faltante de 10 mil millones de pesos durante su gestión e investigaciones en proceso a sus inmediatos colaboradores. Caso similar al del ex secretario particular del Presidente, Alejandro Esquer, desplazado a otras responsabilidades luego de los videos en los que se le ve depositando dinero en efectivo una y otra vez con presuntos propósitos políticos. Por desgracia no son los únicos casos en los que el Presidente exhibe una tolerancia inexplicable ante un comportamiento cuestionable de miembros cercanos.

La explicación obedece a varios motivos, pero remite en última instancia a necesidades de orden político. Unas de manera directa: por ejemplo, la exigencia de obtener mayorías en la Cámara, y por ende a hacer alianza con el PVEM, lo cual obliga a tener oídos sordos ante las infamias de un grupo político dedicado en gran medida a vender caro su amor. En este renglón tendríamos que incluir a gobernadores de oposición que han permitido o propiciado el triunfo de Morena y se van con la tranquilidad de que sus gestiones no serán investigadas; en ocasiones, incluso, con el premio de una embajada o un consulado. Es el mismo caso de líderes sindicales que formaban parte del corporativismo priista pero se han avenido a los nuevos tiempos y con ello han conseguido mantener riquezas y privilegios.

Se dirá que el peso de las circunstancias obligó al obradorismo a no ser remilgoso en materia de alianzas; “males necesarios para estar en condiciones de resistir las acechanzas de los poderosos adversarios”. Quizá. Pero no podemos ignorar la sombra de impunidad que tales “necesidades políticas” extienden a muchos de los protagonistas de la corrupción. No es que la promesa de combatirla quede invalidada, pero de entrada queda bastante maltrecha.

Incluso si la real politik explica, que no justifica, tan laxos criterios, resulta mucho menos entendible que esta tolerancia se extienda a las propias filas del obradorismo, a los soldados que tendrían que ser portadores de esta cruzada. Asumiendo que los del Partido Verde o los Napitos son invitados externos incómodos, al menos se tendría que haber sido más exigentes con los de casa. Los ostensibles casos de Gertz Manero, Scherer y equivalentes muestran que no ha sido así.

En la polarización a la que se ha entregado el Presidente o en el llamado a filas al grito de estás conmigo o en contra de mí, la lealtad ha sustituido al criterio de honestidad. Al arranque de su sexenio AMLO llegó a decir que los funcionarios de su administración debían tener 90% de honestidad y 10% de experiencia. Un criterio de entrada preocupante; en lo personal preferiría otra mezcla al acudir a un consultorio dental o pensar en el ingeniero civil a cargo del edificio de departamentos donde voy a vivir, y supongo que lo mismo vale para el responsable de las finanzas públicas o el doctor destinado a detener una epidemia. Pero el asunto se agrava cuando la honestidad es subordinada a la lealtad personal al Presidente. El combate a la corrupción que solo se esgrime en contra de los adversarios y exime a los colaboradores leales, lejos de desterrar la corrupción se convierte en una variante política de esta.

El gobierno de la 4T dejará un saldo de claroscuros. Y contra lo que muchos piensan, me parece que en ese balance habrá aciertos destacados para el futuro de México. Me habría gustado que el combate a la corrupción hubiera sido uno de ellos; que el Presidente hubiera sido el más implacable crítico de las faltas de sus colaboradores. No fue así y con ello perdimos una oportunidad histórica.

Milenio