Federico Reyes Heroles
¿Fue tan oscuro como ahora nos lo pintan? Sólo rateros gobernando a México. O la perversa caricatura sólo busca envenenar. Todo tiene límites.
Si sólo hubiera habido sombras durante décadas, seríamos un país de ilotas, en el sentido de Aristóteles. Pero Clío se impone. La bruma se disipa. Hay personajes que ganan respeto conforme se les redescubre. El bronce cae, orígenes y retos se perfilan. Perder al padre a los dos años, una madre buscando nuevos rumbos, hacerse de una educación sólida, volverse un servidor público respetado y llegar a la Presidencia. Se cuenta en unas líneas que involuntariamente esconden décadas de esfuerzo y consistencia. Es el caso de Miguel de la Madrid.
La “cultura del esfuerzo”, acuñada por Luis Donaldo Colosio, era real y común, fue el caso de mi padre. Mujeres y hombres –sin ventajas de origen– que llegaron por méritos a grandes responsabilidades. Había amiguismos, claro, pero combinados con respeto a la seriedad profesional. De la Madrid estudió Derecho en la UNAM, no fue un trámite. Se hizo un buen abogado, razonaba como tal, allí están sus libros Estudios de Derecho Constitucional o Una mirada hacia el futuro. Se volvió un hombre muy estudioso. Se abrió al mundo, fue a Harvard a conocer otros parámetros: la administración pública, que no soltaría nunca. Era un hombre de trabajo, no de micrófonos. Le tocó encarar una de las peores crisis financieras provocadas por sus dos antecesores. Algunos señalan que, al estar dentro, fue coautor. Otros insisten en que fue resistencia. Aplaudió pasmosamente la expropiación bancaria, que él revertiría. Hubo tensión.
Al llegar a la Presidencia, comprendió que no le tocarían días de fiesta que, en el mejor de los casos, podría evitar el desmembramiento del Estado mexicano, “… que la patria se nos deshaga en las manos”. Aceptó que la popularidad no le sería asequible, aun peor, podría ser odiado. Hubo un atentado frente a Palacio Nacional con bombas molotov en mayo primero de 1984. Él haría lo que tenía que hacer para corregir el rumbo. Pocos comprendían. Miraba a largo plazo. Fue consistente.
Redujo las paraestatales –barril sin fondo– de mil 155 a 413; abrió la economía (el GATT fue el primer paso) con la incomprensión de parte del sector privado mexicano, que veía en la apertura una amenaza; logró, a través de los pactos, poner un cauce a la inflación, el peso se había devaluado 3 mil 100%. Con los pactos pudo poner límites al destrozo monetario, financiero y del consumo. El déficit había llegado a 16% del PIB. Descentralizó la salud. Se rodeó de personas comprometidas: Aspe, Hiriart, Farell, Labastida, García Ramírez, Reyes Heroles, Sepúlveda, Silva Herzog, Soberón… Encargó a una profesional, Alejandra Lajous, lo que quizá es el intento más serio de registro de una gestión. Hubo recortes severos, incluso en salud, pero fueron aplicados con precisión quirúrgica. Las medidas fueron dolorosas, pero correctas. Lentamente México se encaminó a la estabilidad financiera y la apertura se profundizó. Se dice fácil.
Le llovió: Reagan cabalgando imperialmente por Centroamérica; el sismo de 1985; el derrumbe del petróleo; la insolvencia financiera; la aparición del VIH-sida, San Juanico… Pero MMH siguió el tratamiento. Al inicio de su administración, 85% de nuestras exportaciones eran petróleo y derivados, las manufacturas eran muy débiles, país petrolero. Hoy la proporción es la inversa. Todo comenzó con él. Las turbias elecciones en Chihuahua en 86 y después el desastre de 1988 marcaron su gestión. Pero el Código Electoral que impulsó permitió las coaliciones y frentes electorales, hoy moneda de curso. Nadie dudó de sus intenciones.
Terminó sin escándalos, trabajando en el FCE, acompañado siempre de una mujer discreta y firme. MMH fue muy cuidadoso de la palabra presidencial. Respetó a la institución y pudo cosechar respeto público como expresidente: Don Miguel dejó un mejor país. Herejía: ese México también existió.
Excélsior