Murió la mezzosoprano Teresa Berganza, mito de la ópera del siglo XX

A los 89 años, en un pueblo de la sierra madrileña, San Lorenzo de El Escorial, falleció uno de los grandes mitos de la ópera del siglo XX: la mezzosoprano española Teresa Berganza. Su voz la llevó a los grandes templos de la ópera y la convirtió, sin quererlo ella, en una de las grandes sucesoras de la diva María Callas, sobre todo por sus interpretaciones en la ópera Carmen.

El mundo de la cultura y de la música la despidió y recordó sus grandes gestas sobre el escenario, asumiendo que se fue una de las cantantes más admiradas y queridas.

Teresa Berganza nació en Madrid en 1933, poco antes del estallido de la guerra civil, que de alguna forma también le marcó, aunque sus recuerdos eran difusos. Recordaba con pesar los años en los que su padre fue encarcelado por el régimen franquista por haber defendido la causa republicana. Ella relató en alguna entrevista la dureza de las visitas a la cárcel y su ambiente hostil.

El encarcelamiento de su padre provocó más problemas en la familia en plena posguerra, en la que había poco trabajo y Europa se enfilaba hacia la Segunda Guerra Mundial. A pesar de las carencias, ella pudo iniciar sus estudios de canto, pues desde pequeña mostró sus dotes virtuosas, y así inició sus primeros cursos de formación, con la maestra y cantante Lola Rodríguez Aragón. También estudió piano, pero finalmente optó por el canto, dejando al margen otros proyectos, entre ellos el de hacerse monja en un convento.

Afortunadamente para la historia de la música, Berganza eligió los escenarios en lugar del claustro y con tan sólo 20 años, sin haber acabado su formación académica, hizo sus primeras apariciones en pequeños conciertos y películas, con el propósito de ganar dinero para aportar a la economía familiar.

Después vinieron los grandes templos de la ópera, gracias a que al escuchar su timbre de voz y contemplar la frescura y el candor de su interpretación, la reclamaron grandes directores de orquesta, como George Solti, Herbert von Karajan, Claudio Abbado, Lorin Maazel y Rafael Kubelik, entre otros. Así inició su larga y prolija epopeya en el mundo de la ópera, con históricas interpretaciones de personajes como Zerlina, Dorabella, Dido, Charlotte, Rosina, Cherubino y Carmen.

Sus interpretaciones de Carmen la situaron a un costado, incluso por encima, de las que realizó la gran diva del siglo XX, María Callas.

Una partida discreta
Berganza, mujer discreta que decidió dejar los escenarios en 2008 y que si acaso salía de su vida campestre y familiar sólo para educar a las voces del futuro, dejó escrito lo que quería que fuera su sepelio: “No quiero anuncios públicos, ni velatorios ni nada. Vine al mundo y no se enteró nadie, así que deseo lo mismo cuando me vaya”.

Y la familia lo respetó. Se limitaron a hacer un comunicado público, lo que provocó una ola de reacciones de sus compañeros de escenario, de sus discípulos, de sus maestros, los que todavía están vivos, y de las grandes instituciones culturales y musicales de España y el resto del mundo.

En otra de sus entrevistas, Berganza recordó: “Mi infancia y mi juventud están marcadas por la sucesión de los hechos más trágicos de nuestro siglo: las guerras. La guerra civil española. La segunda guerra europea, la posguerra o guerra fría, pudieron influir en mi joven vida dejando en ella una visión pesimista de la existencia y del mundo: odio, rivalidad, destrucción y muerte.

“Pero hubo siempre junto a mí una noble figura que cuidó de entregarme otra visión del mundo: optimista, bella, esperanzadora. Fue mi padre. De su mano y en sus brazos pasé innumerables horas en la contemplación de las obras del Museo del Prado, en mi Madrid natal. Madrid, que mis ojos de niña ven todavía envuelto en una aura de hermosura y grandeza, guardaba para mí –junto a aquella figura venerable– el germen de mi vocación artística”.

Y ahora Madrid, y el resto de España, la despidió con enorme pesar, con sentidos comunicados de pésame de instituciones como el Teatro Real, el Círculo de Bellas Artes, el Teatro de la Zarzuela y un sinfín de centros culturales.

La Jornada