Esperanza

Federico Reyes Heroles

El cadáver de un bebé en un tinaco; mujeres descuartizadas ya como algo común; crucificados en Zacatecas; incinerados; masacres de familias; miles de actos de tortura; más de 120 mil homicidios; en México, hubo 451 homicidios dolosos contra menores (Redim); en Ucrania 242, todo en 100 días. Ante este horror, el silencio sería complicidad.

En un dolido, pero prudente mensaje, las voces de la Iglesia católica, en particular de la comunidad jesuita, instaron al gobierno a revisar la estrategia de seguridad. ¿Acaso estuvieron los clérigos fuera de tono? Para nada, de hecho, dieron una clase de teoría del Estado, todo en palabras muy llanas: recuperar el orden; evitar el delito que a todos ofende; usar la fuerza pública para aplicar la ley. Fue un llamado muy respetuoso a revisar lo andado. La respuesta presidencial fue contundente: no.

“¿Qué quieren los sacerdotes? ¿Que resolvamos los problemas con violencia? ¿Vamos a apostar a la guerra?”, tal fue la reacción, acompañada del estribillo ya cansino: “¿Por qué no actuaron con Calderón de esa manera? ¿Por qué callaron cuando se ordenaron las masacres, cuando se puso en marcha ‘El mátalos en caliente’?”. Y, como remate, la habitual ofensa: “¿Por qué esa hipocresía?”.

Los miembros de las iglesias –como cualquier otro ciudadano– viven en sociedad y padecen los mismos males: retenes, extorsiones, amenazas a sus familias, etc. El asesinato en Chihuahua sacudió a muchas voces religiosas que habían mantenido un perfil bajo. Subieron el tono. Los unió una convicción, no una orden. El incendio llegó al Papa: “Cuántos asesinatos en México”. Casi 100 homicidios diarios y la explicación simplona –“son entre ellos”– que subleva. Son vidas.

El sermón presidencial no tuvo la menor sensibilidad, como en tantos otros casos, no abrió ninguna puerta. Negar la realidad y endosar al pasado todos nuestros males, a meses de entrar en el quinto año de gobierno, es la cínica táctica. Pero esa reacción banal ahora podría convertirse en un punto de inflexión. El 77.7% de los mexicanos se declara católico. Por ende, la violencia afecta más a los practicantes de esa religión. No es novedad que esa Iglesia fije posturas frente a acontecimientos nacionales. Desde hace 50 años publican posiciones oficiales sobre nuestra sociedad, la suya, sin contravenir ningún precepto. La Conferencia del Episcopado Mexicano ha difundido alrededor de 120 documentos en el último medio siglo. Chiapas en 1994 ocupó varios, pero también la violencia en 2021 o el fallo definitivo del TEPJF en 2006. La paz es un claro eje rector. Los sucesos en la Tarahumara y otros no podían ser eludidos.

Pero, en esta ocasión, la CEM además convoca a una auténtica movilización social: misas, la del pasado domingo con dolorosas fotografías de las víctimas ligadas a la Iglesia; homenajes en los sitios significativos de violencia y muerte; dedicar todo julio a las víctimas de homicidios dolosos, desaparecidos, feminicidios, activistas sociales, periodistas perseguidos o asesinados. La convocatoria incluye dedicar la eucaristía –quizá el máximo rito en esa religión– a los victimarios y pedir por su redención. Sumando las diferentes categorías de las víctimas, el terreno es muy fértil. México grita contra la violencia.

Ante la barbarie y la indignación, se convoca a la unidad de obispos, sacerdotes, párrocos, fieles y otros. Pero van más allá de los católicos, también se convoca a ciudadanos de “buena fe” a que participen en la construcción de la paz. Por ello es un llamado a la unidad nacional.

Vaya contraste: el gobierno ofendiendo a los clérigos y a la institución –“hipocresía”– y la Iglesia católica abriéndose a los hechos e invitando a la construcción de la paz, todo al amparo de la Virgen de Guadalupe, la Morena.

Las iglesias tienen una misión espiritual y también social, son poder permanente. ¿Será acaso el inicio de una discusión que el gobierno evade?

Excélsior