Jorge Zepeda Patterson
Se necesita una interpretación laxa para asumir que la seguridad nacional se encuentra en riesgo por la construcción o la no construcción de un tren. Sin embargo, y como todos sabemos, es la razón de Estado a la que ha recurrido Andrés Manuel López Obrador para colocar al Tren Maya por encima de cualquier gestión jurídica, ecológica o política destinada a impedirlo. La medida ha sido denunciada como un acto autoritario y un peligroso precedente de los excesos a los que puede llegar el Ejecutivo.
La respuesta de Palacio Nacional es que se trata simplemente de una medida para defenderse, a su vez, de la estrategia aviesa de sus adversarios, que han echado mano de los recursos de amparo con el fin de paralizar la obra por motivos políticos disfrazados de causas ambientales, antropológicas y jurídicas.
En el fondo no es más que el último capítulo de la batalla política en la que están inmersos dos proyectos antagónicos: el del gobierno del cambio que enfatiza la distribución del ingreso y la intervención del Estado, y la de sus opositores que defienden el predominio del mercado y la iniciativa privada en la vida pública.
La disputa por el país entre estas dos visiones, por fortuna y pese a todo, se ha dado dentro de los límites de la ley. Eso sí, en medio de una batalla verbal y mediática enconada y una interpretación bastante “libre” de los límites de la ley. Pero ninguna de las dos partes ha recurrido a la violencia o la ruptura de las reglas del juego en contra del otro. Ni el gobierno ha expropiado propiedades, gravado fiscalmente a los ricos y sus aliados o inventando pretextos para perseguirlos penalmente; ni sus rivales han utilizado su poder económico para debilitar al gobierno mediante la fuga masiva de capitales o el boicot a la actividad económica.
La disputa entre estas visiones tiene lugar esencialmente en dos campos de batalla: el mediático y el jurídico. El primero está a la vista de todos en las redes sociales, los medios de comunicación y la mañanera. El otro es mucho más soterrado y oscuro y remite a lo que algunos estudiosos han denominado lawfare.
A diferencia de la warfare, la guerra por las armas convencionales y el recurso de la violencia física, el lawfare ha sido definido como el uso de la ley como arma política. Acuñado originalmente por Charles J. Dunlap Jr., en un ensayo del año 2001, fue recogido por otros analistas para describir la acción de las potencias en contra de gobiernos de países más débiles, a través del entramado jurídico local e internacional para subordinarlos, sin recurrir a soluciones militares. Posteriormente el concepto fue ampliado para abarcar “los procedimientos judiciales utilizados por los agentes públicos, como una forma de perseguir a aquellos que fueron estigmatizados como enemigos”.
En suma, lo que estamos viendo en México es la judicialización de la política. Las dos partes han buscado los resquicios que leyes y tribunales otorgan; el gobierno, para avanzar su proyecto de cambio, y la oposición para detenerlo. En la interpretación del derecho, los dos antagonistas han intentado mover las líneas divisorias a su favor y el tema ha sido llevado a las instancias más altas, sean las cámaras del Poder Legislativo o la Suprema Corte. En el caso de los temas energéticos, la controversia ha llegado a tribunales internacionales como el T-MEC. En todos los casos, hay que decirlo, las partes han respetado, hasta ahora, la decisión de las cortes, las cámaras y la Constitución. Puede no ser elegante la manera en que gobierno y opositores intentan estirar la ley para interpretarla a su manera, pero lo cierto es que la siguen respetando.
Los campos de batalla por los que transcurre la confrontación entre estas dos visiones de país, el mediático y el jurídico, están interconectados. Toda iniciativa legal de una de las partes es exhibida y descalificada por su rival. Las acciones del Ejecutivo para impulsar su proyecto son denunciadas como muestras autoritarias y despóticas; las de la oposición como intentos amafiados de sabotaje destinados a sostener sus privilegios.
Dicho lo anterior, habría que poner el proyecto del Tren Maya en su justa dimensión (y lo mismo podría decirse de la política energética). Para el gobierno de la 4T se trata de una obra absolutamente congruente con sus banderas: apuesta por el transporte colectivo de personas y mercancías, está dirigido a una región abandonada por el mercado salvo en sus polos turísticos e intenta constituirse en detonante de la actividad económica de muchas comunidades empobrecidas. Para los opositores, en cambio, constituye un proyecto desproporcionado e ineficaz desde la perspectiva de los criterios del mercado, una obra de relumbrón de la 4T y un capricho del Presidente. Pero lejos de enfrascarse en una disputa en torno a los argumentos de costo beneficio social y económico regional, se han dado en términos de derecho de vía y daño ambiental, instancias en las que la oposición puede hacer la batalla jurídica. Y si bien es cierto que una obra de esta magnitud tiene responsabilidades que debe resolver sanamente, también es evidente que muchos de los amparos y litigios tienen una finalidad política. La respuesta del gobierno, apelando al ardid de declararla seguridad nacional, también.
Más allá de las pasiones y la inclinación de cada lector en materia política, habría que considerar que ambas partes están en su derecho de defender lo que consideran mejor para el país y para los suyos. Uno detenta el poder político, en virtud del voto de las mayorías, y los otros los poderes fácticos aunque pretendan hablar en nombre de la sociedad en su conjunto. Se vale acalorarse o incluso indignarse, pero habría que entender que no podía ser de otra manera tratándose de un país tan desigual y estando en marcha la propuesta de un cambio sustantivo. Mientras la transición de poderes se defina en las urnas y las disputas se diriman en tribunales, y a pesar de las argucias, podremos vivir en medio de nuestras diferencias. Y eso no habría que perderlo de vista, más allá del verbo incendiario y los epítetos descalificadores que intercambian las dos partes.
Milenio