Crisis y dólar

Macario Schettino

Un querido y respetado amigo, experto en economía y finanzas me ha reclamado mi insistencia en la crisis fiscal de fines del sexenio. No todos los argumentos que me ofrece me convencen, pero creo que, en lo esencial, tiene razón. Yo he cometido un grave error al insistir en la crisis fiscal, e incluso llamarla de “fin de sexenio”, sin reparar en que, para la gran mayoría, eso se asocia con las crisis de 1976, 1982 y 1995, como si la actual fuese idéntica. No lo es, y sí soy culpable.

Las crisis de 1976, 1982 y 1995 fueron resultado de excesos de deuda pública (las dos primeras) o privada (la última), que se reflejaron en un crecimiento acelerado de la economía, provocando un desajuste en las cuentas externas. Es decir, esas tres crisis fueron fiscales y de balanza de pagos. En un régimen de tipo de cambio fijo, como el vigente entonces, eso significaba una sangría permanente en las reservas internacionales que, a la postre, se convertiría en una devaluación brusca. Por eso para los mexicanos el valor del dólar se asocia a la sanidad de la economía.

La situación actual es totalmente distinta. La economía se ha mantenido estancada por cuatro años, con lo que las importaciones son menores a lo debido, mientras las exportaciones (que no dependen de nuestra actividad económica) han crecido. En lugar de que falten dólares, sobran, y por eso ahora son baratos. De hecho, durante este gobierno la economía ha dependido esencialmente de las manufacturas de exportación, del turismo y de las remesas. Todas ellas dan dólares. Dicho de otra forma, el dólar barato (o el superpeso) que tanto celebran, en realidad es signo de una economía demasiado débil.

Pero la crisis fiscal existe. Se han reducido los presupuestos de buena parte de la administración para sostener los programas sociales (clientelares) o los proyectos de inversión (elefantes blancos) de la actual administración. No alcanzan los recursos, de manera que se abandona la actividad sustancial del gobierno en aras de ganar elecciones. Aun así, la deuda ha crecido, en 26 por ciento, a pesar de la liquidación de fondos, fideicomisos y demás activos del gobierno. Es decir que al 10 por ciento del PIB que suman los déficits de los cuatro años pasados, hay que sumar poco más de tres puntos recortados a salud, educación, ambiente, agricultura, etcétera, y otro tanto de liquidaciones.

Los desequilibrios exigen ajustes. En las crisis anteriores, el ajuste ocurría con el tipo de cambio. En esta ocasión, el desequilibrio no es esencialmente financiero, sino de gestión pública. Esto significa que no va a reflejarse inicialmente en el precio del dólar, sino en el bienestar de la población. El déficit, sin embargo, ya ha roto en 2022 el nivel razonable (3 puntos del PIB) y será mayor en 2023. A menos que se desee incrementarlo notablemente, no hay forma de recuperar el nivel de dotación de bienes y servicios de parte del gobierno, sean vacunas, atención médica o educativa, mantenimiento de instalaciones, etcétera.

En consecuencia, la variable de ajuste será real, no financiera. No tendremos escasez de reservas internacionales, ni caeremos en default. Tendremos escasez de electricidad, interrupción en transportes, desabasto, enojo popular. Así como le ha sido imposible al gobierno resolver el problema del Metro de la Ciudad de México, así será incapaz de enfrentar las fallas sistémicas. Cómo se refleje eso en la percepción de las calificadoras, no es claro.

Lamento mucho haber utilizado el término crisis fiscal, y de fin de sexenio, sin ser claro acerca de las diferencias con el pasado. Afortunadamente, cuento con amigos que me reclaman esa falta de atención. Espero que ahora sea evidente por qué el dólar está barato y por qué, a pesar de eso, espero una crisis de fin de sexenio.

El Financiero