La llegada de Hugo Aguilar Ortiz a la Suprema Corte de Justicia de la Nación está envuelta en un escándalo que indigna a colectivos feministas, defensores de derechos indígenas y sectores de la sociedad civil.
Promovido por el Ejecutivo como el “primer abogado indígena” en la presidencia del máximo tribunal del país, Aguilar es señalado de ser un operador político al servicio de la Cuarta Transformación. Durante años, su papel fue clave para justificar los polémicos megaproyectos del sexenio de López Obrador, como el Tren Maya y el Corredor Interoceánico, presuntamente manipulando a comunidades indígenas bajo la bandera de “consultas informadas”.
Pero las acusaciones van más allá de lo político: lo señalan por encubrir violencia sexual. El activista indígena Joaquín Galván reveló que Aguilar, desde su posición como jefe jurídico del INPI, intentó sobornar a Sandra Domínguez —una trabajadora que denunció el uso de fotos íntimas de mujeres indígenas por parte de funcionarios— a cambio de su silencio. Sandra se negó… y poco después fue asesinada.
El abogado enviado para negociar fue identificado como Cristian Mahatma, quien ofreció un “cheque abierto”. La denuncia sacudió redes sociales y reactivó exigencias de justicia por parte de grupos feministas. La víctima había solicitado la destitución de uno de los implicados, Rolando Vázquez Pérez, hoy aún en funciones.
La pregunta es obligada: ¿Puede alguien con estas sombras liderar el máximo órgano de justicia del país?
Más que una anécdota aislada, el caso pone en jaque la narrativa oficial de justicia transformadora. La preocupación crece: ¿será la Suprema Corte un bastión para las víctimas o un refugio para encubridores?
La historia apenas comienza, pero el eco en redes ya es potente. México observa. Y no olvidará.
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