¿Por qué Resiliencia Democrática?

Columna: Resiliencia Democrática
Eduardo De la Torre Jaramillo

El país podría estar experimentando un cambio de régimen político. Siguiendo a Norberto Bobbio, este se entiende como: “el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones” (Diccionario de Política p. 1362).

Dado lo anterior, las “instituciones son la estructura organizativa del poder político”. Aquí se considera al congreso de la unión, al INE, al TEPJF, y últimamente con la deforma judicial, al Poder Judicial que también emanó de una elección. Esa es la parte institucional que ha cambiado: un gobierno unitario: Ejecutivo-Legislativo, y ahora Judicial, todos emanados de un solo partido político, de corte nativista, nostálgicos de la presidencia “metaconstitucional”.

Dentro de los cambios constitucionales realizados entre 2019 y 2025, la mayoría han tenido como característica, que han sido “inconstitucionales”. La primera que resalta fue la sobrerrepresentación de la Cámara de Diputados 2024-2027, donde  21 diputados – 17 del PVEM y 4 por el PT, todos con filiación original de morena-, fueron registrados por sus partidos “satélites”, eludiendo así la Constitución. Esto contraviene el artículo 70, que establece dos requisitos: a) filiación partidista, y b) una ideología (razón por la cual no se permite conformar grupos parlamentarios si se renuncia al partido de origen). Esto derivó en una mayoría “artificial”.

El resultado fue la gestación de un modelo híbrido cívico-militar, donde la Guardia Nacional, el Ejército y la Marina ya no tienen límites constitucionales para actuar contra la ciudadanía. Si a ello se suman las dos reformas para consolidar la prisión preventiva oficiosa —a pesar de las condenas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que la han declarado inconvencional—, se consolida un derecho penal del enemigo. En nuestro caso, los enemigos no son terroristas ni criminales, sino ciudadanos y una oposición política fantasmal.

La deforma judicial merece un análisis aparte. Además de ser inconstitucional, es una extravagancia mundial elegir por voto popular a jueces, magistrados y ministros. Esta medida vulnera los principios fundamentales de una democracia constitucional, como los derechos humanos y la división de poderes. En Brasil se les llama “normas pétreas”; en Alemania, “cláusulas de eternidad”. Aunque en México no existen de forma expresa, están protegidas por la Suprema Corte. Así lo estableció el célebre “amparo de Manuel Camacho Solís”, además de la reforma constitucional de 2011 que adoptó el paradigma de los derechos humanos en el artículo 1.º de la CPEUM.

Para ordenar esta introducción —larga pero necesaria—, es importante destacar que todo esto fue posible gracias al papel del INE y del TEPJF, instituciones primero capturadas por el poder y, con la reforma judicial, convertidas en entidades zombis. Más allá de lo institucional, interesa destacar los valores en los que se sustentaban dichas instituciones. Si analizamos desde 1994, con la reforma judicial de Ernesto Zedillo que consolidó la división de poderes, el poder judicial dejó de estar sometido a la presidencia metaconstitucional. Luego vino la reforma electoral que permitió al PRI perder la mayoría en la Cámara en 1997, y en 2000 la Presidencia de la República.

Pasamos de la voluntad presidencial como motor político, a la construcción de una democracia joven, con sus limitaciones. La sociedad mexicana, que despertó en 1985 con el sismo en el entonces Distrito Federal, encontró un detonador para organizarse. El consenso era democrático, pero se confundió con expectativas sociales y económicas. Se le sobrecargó de demandas: se pensó que la democracia resolvería todos los males. ¿El resultado de 2000 a 2018? Un profundo desencanto. La democracia exige complejidad, y la sociedad mexicana se agotó tras 18 años y dos alternancias (PAN y PRI). El consenso democrático se esfumó, y se optó por una salida simplista.

Fue fácil regresar a la visión del poder unipersonal, del “hombre fuerte”, capaz de resolverlo todo con su sola palabra. Eso sí: los problemas siempre eran culpa del pasado, de las élites, de los conservadores, de los “fifís”. La sociedad fue polarizada mediante nuevos recursos: las “mañaneras”, redes sociales, granjas de bots. Como dice Anne Applebaum: “el atractivo emocional de una teoría conspirativa reside en su simplicidad”. Estas simplifican lo complejo, explican el azar y dan al creyente una falsa sensación de acceso exclusivo a la verdad”. Ejemplos: el “detente” como política de salud ante el Covid-19; los “otros datos” como método para evadir la realidad. Se centraron las fantasías como eje de la política pública: el Tren Maya, el aeropuerto, y la refinería de Dos Bocas.

Las nuevas generaciones desconocían el lenguaje del viejo régimen autoritario: el “tapado” se convirtió en la “corcholata”; el “dedazo” en la “encuesta”. Lo único que cambió fue la modalidad del fraude: ahora es cibernético. Lo que en 2006 fue una acusación, hoy es un hecho consumado. Preocupa especialmente la actitud de la juventud. En el pasado, hubo movilización masiva por el cambio democrático. Hoy, en medio de un giro autocrático, los jóvenes parecen sedados por las redes sociales. Esto no es la “Primavera Árabe”, sino el “Invierno Mexicano”. No hay acción, salvo excepciones loables, como la del Colegio Preparatorio de Xalapa, cuyos jóvenes podrían ser la semilla de una nueva democracia al llegar a la mayoría de edad.

Finalmente, la resiliencia democrática surge como respuesta al retroceso democrático en México. Su objetivo es frenar la autocracia incipiente a través de una plataforma cívica apartidista, enfocada en la reconstrucción del Estado de derecho. Esta debe estar respaldada por medios de comunicación que defiendan la pluralidad política, y debe comenzar reformando la legislación electoral para abrir la vida pública a la ciudadanía.

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