El desastre en Veracruz: entre la lealtad y la eficacia

Eduardo Sergio de la Torre Jaramillo

La tragedia que hoy golpea al norte de Veracruz —ríos desbordados, municipios enteros anegados, familias enteras sin hogar— no es nueva. Cada cierto tiempo la naturaleza nos recuerda nuestra vulnerabilidad, pero también la fragilidad de nuestras instituciones y de nuestra planeación.

En 1999 lo vivimos con la Sierra de Zongolica; en 2010 con el huracán Karl. Yo mismo, siendo diputado federal, acompañé en 2009 al presidente Felipe Calderón Hinojosa a Pánuco, junto con legisladores panistas veracruzanos, para constatar personalmente los daños y respaldar a las comunidades. Esa presencia física, esa disposición a mirar de frente a los damnificados, enviaba un mensaje de responsabilidad y acompañamiento que hoy resulta más necesario que nunca, ya que lo virtual aniquila a un gobierno simulador.

El entonces presidente López Obrador resumió su fórmula de gobierno en una frase lapidaria: “90% honestidad y 10% experiencia.” Esa idea, aplicada a la gestión pública, es un desastre. Porque la honestidad inexistente del sexenio pasado no reconstruye puentes, no drena ríos, no salva vidas. La eficacia sí. Los desastres naturales no esperan discursos ni obediencia ciega: exigen planeación técnica, coordinación efectiva y un Estado que funcione. Cuando el criterio para nombrar responsables es la cercanía personal y no la capacidad profesional, y no la capacidad profesional, la tragedia se multiplica.

El Plan Nacional de Desarrollo 2019–2024 y el correspondiente Plan Estatal de Desarrollo en Veracruz nunca fueron auténticos instrumentos de planeación: fueron, en el mejor de los casos, documentos ideológicos. El primero llegó al extremo de autoproclamarse como el “primer país del  mundo postneoliberal”, más cercano a un manifiesto político que a una guía de políticas públicas. Mientras tanto, la realidad exigía diagnósticos serios sobre infraestructura hidráulica, vulnerabilidad urbana, protocolos de alerta temprana y presupuestos para prevención. Nada de eso se atendió con rigor. El resultado está a la vista: municipios enteros colapsados, ciudadanos solos frente a la furia del agua y un gobierno que responde a distancia, con discursos virtuales, pero sin botas en el lodo.

Esa falta de planeación no es solo una falla técnica: es síntoma de una cultura política marcada por la improvisación y el desprecio por la prevención. Veracruz —su gente, sus comunidades, su historia de resistencia y resiliencia— merece un Estado que priorice la eficacia técnica sobre la lealtad política. La prevención no es ideología, es vida. La planeación no es un documento decorativo, es un deber constitucional. La presencia física del gobierno no es protocolo, es solidaridad real.

La cultura de protección civil nació en México después del sismo de 1985. Hemos aprendido mucho desde entonces, pero también hemos olvidado demasiado. Hoy el costo de ese olvido se mide en vidas humanas. Veracruz no necesita gobiernos que se autoproclamen postneoliberales ni leales a una figura. Necesita gobiernos capaces, eficientes y responsables. Porque la verdadera lealtad es con la gente, no con el poder.

La sociedad veracruzana está más enojada que nunca con sus gobernantes de todos los niveles. La narrativa de que eran diferentes se agotó: además de corruptos, han resultado más insensibles que aquellos a quienes criticaron, como los “neoliberales”. En Veracruz no falló la naturaleza, falló la planeación, la prevision, la responsabilidad. Y cuando la planeación se sustituye por lealtades, la tragedia se vuelve inevitable.

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