René Delgado
La indudable supremacía política del gobierno y de Morena se está viendo afectada no, desde luego, por la oposición, sino por falta de autocontención y autocrítica.
Tres factores gravitan en contra de la idea cuatroteísta de permanecer por largo tiempo en el poder. Uno, el afloramiento de problemas, cuya causa y origen se hallan justo en la forma atropellada de ejercer el poder y distribuir el gasto. Dos, la elaboración de reformas y leyes particulares, no generales –por no decir con dedicatoria– a fin de asegurar el imperio, sin estimar los efectos secundarios. Y, tres, la soberbia, el desbocamiento y la corrupción de cuadros de primera línea, dispuestos a vulnerar la cohesión del movimiento en función de sus intereses personales o grupales.
Tal circunstancia hace pensar en una hegemonía de corta duración sujeta al peligro de provocar una implosión y dañar al país con el estallido. La supremacía política se está entrampando y, aun cuando, hay cuadros del movimiento conscientes de ello no encuentran oído ni espacio para exponer lo que están viendo y actuar en consecuencia.
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El recurso de atribuir al pasado los problemas del presente pierde fuerza, sobre todo, considerando que la llamada Cuarta Transformación cumple ya siete años en el gobierno.
Claro, a fin de justificar la situación, desde el oficialismo se intenta revivir o recrear a los siempre útiles y necesarios enemigos, adversarios o pretextos –imbatibles traidores de la patria; comentócratas que nadie lee, pero por lo visto pesan; campañas orquestadas por los medios tradicionales, enderezadas a defender supuestos viejos privilegios, etc. Sin embargo, los problemas ahí están, no ceden y aumentan. Laten ya no como la herencia maldita del neoliberalismo, sino como el pálpito de notorios descuidos o errores del llamado humanismo mexicano que, en el ansia de consolidar el primer piso del proyecto y levantar el segundo, hizo mal los cálculos políticos y económicos, lastimando a mediano plazo a las clases medias e, incluso, a quienes quiere beneficiar. Más de una vez se advirtió que el expresidente Andrés Manuel López Obrador confundía velocidad política con prisa.
Parte del enredo del gobierno actual radica en tratar de corregir esos dislates sin llamar mucho la atención sobre el asunto ni provocar irritación en el autor de ellos y, pese al reconocible esfuerzo, las complicaciones persisten en múltiples campos: abasto de medicinas; cuidado de la salud; falta de gas y energía para alentar la inversión; deterioro de servicios; fallas en la infraestructura por no darle mantenimiento… En el propósito de asistir y cautivar de inmediato a los más necesitados se está perdiendo la perspectiva del proyecto y, con ello, la administración de los recursos para atender tareas y obligaciones ineludibles de un gobierno, cualquiera que sea su plan de largo alcance.
Paradójicamente, lo que hoy padece la presidenta Claudia Sheinbaum en la escala federal, lo sufre la jefa del gobierno capitalino, Clara Brugada, en la Ciudad de México. Muchos de los problemas de hoy tienen su origen en el gobierno anterior y ni manera de decirlo.
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A la par de lo anterior y con la intención de ahorrar recursos al tiempo de asegurar la supremacía política se emprendieron reformas y elaboraron leyes que enredan no tanto la acción como la confianza en el gobierno por parte del capital y amenazan con convertirse, más adelante, en un bumerán político.
En aras de adelgazar y darle mayor eficacia al gobierno –hacer más con menos y retirar obstáculos– se procedió a desaparecer, reducir o fusionar a los organismos constitucionales autónomos que servían de contrapeso. Ciertamente, la pesada arquitectura del diseño de esas entidades reclamaba un ajuste, pero no su jibarización o desmantelamiento. En la lógica del oficialismo, nada mal se veía ahorrar recursos, evitar controles y expandir la supremacía. Sí, pero no todo resultó como se quería. El ahorro fue menor, la desconfianza mayor y el Poder Judicial no se concentró, sino se dispersó entre la Federación y los gobernadores, fortaleciendo el caciquismo, no necesariamente el presidencialismo.
Además, si a costa de la democracia y el Estado de derecho, la reforma electoral en ciernes se confecciona a la talla del propósito de darle un carácter hegemónico a la supremacía política y, a la vez, las reformas legales elaboradas con dedicatoria se aplican de manera generalizada, de nuevo, la credibilidad y la confianza en el gobierno sufrirán un impacto por parte de factores reales de poder, convirtiendo la posibilidad y necesidad del crecimiento económico en el sueño de una noche de verano.
Sostener el proyecto político sin recursos económicos se le está complicando al cuatroteísmo. No halla la fórmula indicada para hacerlo y resiste la idea de realizar una reforma fiscal. Si más adelante, la necesidad obliga al gobierno y el movimiento a llevar a cabo esa reforma se verá en un apuro porque en medio estarán las elecciones y, en esa justa, se verá quién es quién dentro de la supremacía.
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En cuanto a la soberbia, el desbocamiento, la pusilanimidad y la corrupción de cuadros de primera línea del movimiento, no hay mucho qué decir. Cada semana surge un caso nuevo y no se advierte por parte del gobierno y Morena la decisión de tomar por los cuernos a ese problema.
En ese capítulo se ha adoptado una actitud reactiva, no proactiva, dejando translucir un titubeo que arrastra al desprestigio a la supremacía política. Pese al cúmulo de poder se teme que actuar contra esos cuadros provoque la chispa de la implosión referida.
La supremacía política se advierte entrampada, urgida por corregir los errores y los desvíos. El tiempo apremia, exige definiciones.
El Financiero
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