Veracruz: Condonan ir ayudar, pero condenan regresar

Alan Sayago Ramírez.

En México, hasta la solidaridad paga peaje. No es una frase hecha, es una realidad que se palpa en los caminos que cruzan el norte de Veracruz. Quienes intentan llevar ayuda a las zonas afectadas por las lluvias se topan con casetas que cobran incluso a la empatía. Las carreteras federales, esas que deberían unirnos, se convierten en una prueba de resistencia para los que quieren tender una mano. Entre las plumas metálicas y los letreros electrónicos, el país demuestra que puede levantar muros incluso en los caminos que deberían estar abiertos.

Durante el recorrido hacia la localidad de Ojite, en el municipio de Tuxpan, quedó claro que el trayecto no solo es largo, sino injusto. En la Caseta Plan del Río, operada por Concesiones y Promociones Malibrán S.A. de C.V., se explica que, al no ser una caseta que dirija directamente hacia Tuxpan, el cobro aplica de ida y de vuelta. Es decir, aunque vayas cargado de víveres, aunque tu destino sea una comunidad que lo perdió todo, el cobro es obligatorio. Legalmente correcto, humanamente absurdo. En la Caseta Laguna Verde – Nautla, administrada por Autopista Cardel-Poza Rica S.A. de C.V. (Mota Engil), se promete “condonación temporal del paso”. Se toman fotos, se registran placas y nombres de quienes viajan con ayuda humanitaria, pero al regreso llega la sorpresa: los 306 pesos de tarifa completa aparecen sin aviso. La solidaridad entra libre, pero sale facturada. Solo en la caseta que conduce hacia Ojite, operada por Autopista Tuxpan-Tampico S.A. de C.V., se aplicó una medida distinta: el regreso fue gratuito para quienes demostraron haber viajado con ayuda. Un gesto mínimo en medio de un sistema que parece hecho para cobrarle incluso al altruismo.

El resultado es simple y cruel: más de seiscientos pesos en peajes para llegar y regresar. En un país donde el salario mínimo ronda los trescientos pesos diarios, la carretera se convierte en un filtro que separa a quienes pueden ayudar de quienes solo pueden mirar. Mientras tanto, en el abandono siguen muchas de las colonias y ejidos de Álamo Temapache, donde el agua lo arrasó todo menos la voluntad de la gente. En lugares como Doctor Montes de Oca (San Isidro), Belén, Kilómetro 14, Raudal Nuevo, Hidalgo Amajac, El Aguacate (Jardín Viejo), Francisco I. Madero, 25 de Abril, Zona Centro, Guillermo Vélez, Ejido La Tortuga y Colonia Educación, las calles continúan cubiertas de lodo, los techos caídos y las despensas vacías. Ahí no llegan los discursos ni los comunicados, solo la esperanza de que alguien logre atravesar las casetas.

La tragedia no debería tener costo, pero en México todo pasa por caja. Las empresas concesionarias, amparadas por contratos federales, operan con la misma frialdad que una máquina contadora. Cada vehículo es un ingreso, no importa si transporta ayuda, medicinas o comida. Y aunque la Ley de Caminos, Puentes y Autotransporte Federal otorga a la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes la facultad de modificar temporalmente las condiciones de operación en casos de emergencia, la realidad demuestra que la voluntad pesa menos que el procedimiento. El artículo 12 de esa ley es claro: la Secretaría puede ordenar el libre paso cuando existan circunstancias extraordinarias, pero nada de eso se aplicó con rigor en el norte del estado. Ninguna autoridad federal se presentó a liberar las casetas, ni las empresas dieron muestra de humanidad.

Peor aún: mientras el norte de Veracruz sigue bajo el agua, la propia Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes (SICT) lanzó la licitación pública nacional número LA-06-G1C-006G1C003-N-25-2025 para contratar un Agente Administrador Supervisor de la nueva vía rápida Córdoba–Orizaba–Ciudad Mendoza. Un proyecto millonario que promete agilizar el tránsito y “mejorar la eficiencia” en los cobros. La ironía es brutal: mientras las carreteras del sur se modernizan para recaudar mejor, las del norte se inundan sin que nadie libere el paso. Un país que invierte en cobrar más rápido, pero no en ayudar más pronto.

El diputado local por el distrito de Perote hizo lo que muchos hacen cuando las cosas ya se hundieron: levantar la voz desde la orilla. Se unió al llamado para que la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes dejara el paso libre a quienes llevan víveres y ayuda humanitaria. Pero nadie le hizo caso. Quedó, como dicen los jóvenes, “como payaso”, con el megáfono en la mano y el eco como única respuesta. En un país donde la burocracia se mueve más lento que una pipa en carretera inundada, hasta la solidaridad necesita permiso por escrito.

Y mientras tanto, Doctor Montes de Oca sigue esperando una pipa de agua, Belén necesita medicinas, Raudal Nuevo busca víveres, y en El Aguacate todavía huele a lodo. En la Colonia Educación, los niños caminan entre charcos y restos de muebles destruidos. En Francisco I. Madero la ayuda no llega porque “el paso es de cuota”. En Guillermo Vélez las despensas tardan porque “hay que comprobar la condonación del peaje”. Y así, la burocracia se traga la empatía.

El problema no es solo económico, es ético. Las carreteras de México se construyeron con la promesa de conectar al país, pero hoy parecen diseñadas para medir cuánto cuesta hacerlo. La Ley habla del “derecho de vía”, pero lo que falta es el derecho a ayudar sin pagar por hacerlo. Cada caseta es una metáfora de lo que somos: ordenados en el papel, indiferentes en la práctica. La infraestructura funciona, pero la humanidad no.

El gobierno federal tiene la facultad de suspender cobros en emergencias, y las empresas concesionarias tienen la obligación de colaborar en esos casos. No hacerlo es más que una omisión: es una falta moral. Mientras se discute el presupuesto y se anuncian nuevos tramos carreteros, las comunidades veracruzanas siguen atrapadas en el lodo, aisladas por caminos que se pagan dos veces: con dinero y con resignación.

Condonar la ida y cobrar la vuelta es más que un abuso: es un reflejo de lo que somos como país. Cobramos donde deberíamos agradecer, y agradecemos donde deberíamos exigir. Un país que le cobra a la solidaridad está más en deuda que cualquier automovilista.

En el fondo, lo que estas carreteras revelan no es solo un problema administrativo, sino una tragedia cultural: la indiferencia institucional. Mientras la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes presume nuevas licitaciones y los concesionarios defienden contratos, el norte de Veracruz sigue incomunicado. Los puentes existen, pero no conectan. Las autopistas están asfaltadas, pero el alma del país sigue llena de baches.

En cada tormenta el agua se lleva todo: casas, cultivos, recuerdos. Pero hay algo que no debería llevarse nunca: la conciencia. Si el Estado mexicano no entiende que en tiempos de emergencia el libre paso no es un favor sino un deber, entonces no hemos aprendido nada. Porque el abandono cuesta más que cualquier peaje, y la indiferencia se cobra con intereses.

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