El fantasma de Quetzalcóatl

Eric Rosas

Durante milenios las distintas civilizaciones han quedado embelesadas o aterrorizadas por esos fenómenos luminosos conocidos como auroras polares. Estos espectáculos nocturnos se llaman auroras porque resplandecen en un fondo oscuro, cual si fuesen la claridad que anuncia la llegada de un nuevo día y entonces toman su nombre de la diosa romana para el amanecer. Pueden suceder a cualquier latitud, pero son mucho más frecuentes en ambos polos, por lo que aquéllas del norte se denominar boreales —del griego bóreas para norte—, mientras que las del sur de llaman australes —del latín auster para sur—.

Uno de los primeros científicos que se interesó por dilucidar la causa de las auroras polares fue Auguste Arthur de la Rive, quien nació el 9 de octubre de 1801. De la Rive era un especialista en el estudio de los fenómenos eléctricos y uno de los fundadores de la teoría electroquímica que permitió la construcción de las baterías. Destinó gran parte de sus esfuerzos a comprender la dinámica y los efectos de las descargas eléctricas en atmósferas de gases rarificados, o muy poco densos.

Los efectos de las colisiones de las partículas cargadas con los átomos o moléculas de los gases enrarecidos, le mostraron que eran capaces de emitir radiación luminosa, lo que le llevó a atribuir este origen a las auroras polares. Tras dos siglos de que esta hipótesis flotara en el ánimo de la ciencia sin ser demostrada, ahora se ha podido comprobar que, efectivamente, cuando las ráfagas de electrones que emite el Sol en sus periodos de máxima actividad, alcanzan nuestro planeta montadas en las llamadas ondas de Alfven, estas partículas cargadas se aceleran cual surfistas y chocan a velocidades tan elevadas como 20 mil kilómetros por segundo contra el campo magnético que blinda a la Tierra. En ocasiones la violenta colisión logra romper el escudo magnético terrestre y entonces los proyectiles cargados eléctricamente pueden golpear a los átomos de oxígeno y nitrógeno, así como a las demás moléculas que flotan en la atmósfera alta de nuestro planeta.

El resultado de estas numerosas colisiones es la emisión de haces luminosos en distintas tonalidades, principalmente verde-azuladas, que describen ondulaciones caprichosas a manera de largas y radiantes culebras. Se cree que esta apariencia es la que condujo a algunas culturas prehispánicas a interpretar que las auroras polares eran apariciones esporádicas de una deidad que adoptaba la forma de una serpiente emplumada; misma que recibió distintos nombres entre los pueblos mesoamericanos, como: Quetzalcóatl para los teotihuacanos, Kukulkán entre los mayas, Ehécatl entre los huastecos o Gucumatz para los quiché… y así, la luz se ha hecho.