En México, hablar de salud es hablar de búsqueda, frustración y dolor. De madres recorriendo hospitales sin encontrar antibióticos, de ancianos que terminan en urgencias por no tener sus medicinas, de niños con cáncer cuya quimioterapia se suspende por una clave inexistente. La tragedia del desabasto de medicamentos no es un error: es el resultado de un sistema roto, predecible… y evitable.
El famoso modelo de compra consolidada, creado hace dos décadas para ahorrar dinero unificando compras, ha mutado en un monstruo burocrático que devora recursos sin entregar resultados. Lejos de mejorar el abasto, lo ha convertido en una pesadilla. Se compra mal, se distribuye peor y los medicamentos, simplemente, no llegan.
El arranque de 2025 es prueba de ello: contratos retrasados, laboratorios imposibilitados de cumplir, licitaciones canceladas, escándalos de corrupción y una nueva “compra emergente” que solo añade parches a una herida abierta. Mientras tanto, miles de pacientes siguen esperando… o pagando de su bolsillo.
La pregunta incómoda: ¿quién piensa en ellos? ¿Quién responde por los tratamientos interrumpidos y los diagnósticos agravados? El sistema habla de “claves” y “ahorros”, pero olvida al paciente. La farmacia pública sigue siendo el único punto de acceso, con filas, horarios limitados y desinformación.
Lo más grave es que este modelo no puede salvarse. Está diseñado para sostenerse a sí mismo, no para curar. La solución no es maquillarlo, sino eliminarlo. Países como Canadá, Alemania o Chile ya usan recetas electrónicas válidas en cualquier farmacia, con reembolsos automáticos. El paciente elige, recibe, y sigue su tratamiento sin obstáculos.
Para llegar ahí, se necesita algo que hoy escasea más que los medicamentos: voluntad política. Mientras tanto, el sistema sigue fallando y los pacientes, como siempre, pagando el precio.
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